jueves, 17 de noviembre de 2011

La sentencia


Como todas las mañanas, si el tiempo era bueno, fui al parque a eso de las once. A principios de marzo me gustaba tomar el sol de invierno y leer un rato, o simplemente contemplar la gente alrededor. Sentado en un banco, abrí el libro que estaba leyendo: una novela sobre el Imperio Inca que me tenía absorto. Me encontraba en un extremo del paseo, cerca de la avenida que lo bordea, la zona más transitada del pequeño recinto. Era mi banco preferido.
Llevaba un rato allí cuando se me acercó una niña que no tendría más de cuatro o cinco años. No la vi llegar, enfrascado como estaba en la lectura. Debió de haber estado antes jugando con la tierra pues tenía las manitas bien sucias, y lo primero que hizo fue plantarlas en mi pantalón blanco.
—¡Eh!, pequeña, no has de tocar nada con las manitas tan sucias… —aleccioné con el tono más cariñoso que pude, dentro de mi contrariedad.
Dejé el libro a un lado y me puse en pie para sacudir las manchas. La niña aprovechó para agarrarlo.
—Pero ¡bueno! ¿No ves que estás ensuciando todo? —recriminé, sin perder la compostura. No era cuestión de enojarse con una nena de esa edad… ¡Qué sabía ella!
—¿Qué lees? —me preguntó con el ceño fruncido.
—Un libro muy bonito que no has de manchar. ¿Cómo no estás con tu mamá? Anda, dámelo antes de que se estropee… —pedí con fingida dulzura.
La niña se encogió de hombros y, lejos de hacerme caso, escondió el libro a su espalda.
Yo estaba bastante irritado por la situación; no con la niña, pero ella era el problema. Con gusto la hubiera cogido por el brazo y obligado a darme el libro, pero pensé que no estaría bien.
—Venga, devuélveme el libro y ve con tu mamá —ordené, ensayando un tono de abuelo autoritario .
—¡Eres malo! —fue su respuesta, y echó a correr con su botín.
La seguí con la mirada y mi enojo se volvió preocupación cuando vi que iba directamente hacia la calle, en ese momento con abundante tráfico.
—¡No corras, para! —grité, y fui tras ella todo lo rápido que me permitieron mis ya cansadas piernas—. ¡No cruces! —insistí, pero ella estaba cada vez más lejos, por mucho que yo me esforzaba.
Entonces vi a dos mujeres hablando en la acera y les señalé a la pequeña, confiando en que la interceptaran. No hizo falta, la niña fue derecho hacia ellas. Una de las mujeres le dijo algo que no pude oír por la distancia y siguió hablando, sin hacer más caso. Pensé que debía de ser su madre.
Cuando me acerqué, la niña gritó:
—¡Eres malo, muy malo! —Y se echó a llorar. Las dos mujeres me miraban con cara de pocos amigos, como pidiendo una explicación: "¿Qué hacía usted corriendo detrás de la niña?".

Me sentía ridículo cuando saludé y conté lo que había pasado.
—¿Así que mi hija lo ha tocado a usted "ahí"? —preguntó la madre, señalando la mancha del pantalón con un gesto de la barbilla. Entonces reparé en que una de las manchas estaba sobre un lugar algo comprometido—. ¿No será que le ha pedido que lo toque? Julita, ¿te ha hecho algo este señor?
—¡Señora! —protesté— yo estaba leyendo tranquilamente cuando su hija, a la que debería tener mejor educada y más controlada, empezó a molestarme.
Mientras tanto la nena no paraba de gritar: "¡Es malo, es muy malo! ¡El hombre es malo!…", con un berrinche creciente.

—Que leía, dice, si no lleva nada que leer… ¡Qué corta es la mentira…!
—Leía un libro que ha robado su hija. Debe de llevarlo en alguna parte.
—¿Me toma por idiota? ¡Espere a que pase un guardia y veremos qué estaba haciendo usted!
Yo estaba más que indignado a esas alturas de la conversación. Dispuesto a ofrecer la prueba de que no mentía, con un rápido movimiento así a la niña del brazo con intención de rescatar el libro. La pequeña dio un grito como si estuvieran degollándola y me lanzó un puntapié, al que se unieron los golpes que la madre propinaba en mi espalda con el puño.
—¡Deje a la niña, pervertido! —gritaba, sin parar de golpear.
Dos hombres que pasaban por allí se acercaron al ver el alboroto. La otra mujer, hasta entonces callada, les informó:
—Éste…, que estaba tocando a la niña…
El más joven me sujetó por el brazo mientras el otro usaba su teléfono móvil.
—Así que tenemos a un viejo verde… —digo el energúmeno de modo amenazador. Me zarandeó agarrándome por la ropa, lo que hizo saltar un par de botones de mi camisa.
—No te compliques, Andrés, que ya viene la policía —aconsejó el otro.
—¡Oigan, yo…! —intenté explicarme.
—Calladito y quieto —ordenó mi captor con chulería.
La mención de la policía me inquietó pero, viendo el cariz que tomaba el asunto, sólo deseaba que llegara cuanto antes. Unos minutos después, dos vehículos se detuvieron junto a la acera y bajaron de ellos cuatro hombres uniformados.
—Este viejo, que estaba abusando de la nena. Menos mal que la tengo bien enseñada y echó a correr… ¡Y aún tuvo la desfachatez de perseguirla! —explicó la madre.

Yo lo negué, volviendo a explicar lo que había sucedido. La amiga corroboró lo dicho por la madre.
—¿Han visto algo ustedes? —preguntó uno de los agentes a los tipos que me habían sujetado.
—Cuando llegamos, este hombre tenía agarrada a la nena y la madre forcejeaba con él, no hemos visto más —respondió el que los había llamado.
Era suficiente; me esposaron las manos a la espalda, me metieron en uno de los coches y me llevaron a la comisaría. Yo estaba avergonzado, asustado e indignado por igual. Tras un buen rato de espera, a solas en una especie de calabozo, me llevaron ante un inspector. Sentí alivio cuando retiraron las esposas.
Conté una vez más con detalle lo sucedido aquella mañana. El oficial anotaba todo cuidadosamente en el ordenador. Con frecuencia me interrumpía para puntualizar algo:
—¿Qué leía?
—Una novela, "El cóndor de la pluma dorada". Es una edición de bolsillo, un libro no muy grande.
—En sus pertenencias no consta ningún libro…
—Ya le dije, lo robó la nena y salió corriendo. ¿Es que no lo han encontrado?
Sin responder, el hombre escribía a toda velocidad. Tuve la impresión de que él escribía mucho más de lo que yo decía. Y eso no me gustaba nada. Terminada la historia, imprimió unas hojas y las puso frente a mí.
—Lea su declaración y, si está de acuerdo, fírmela.
Leí con atención. Era el relato de todo lo que le había explicado, traducido a la jerga judicial. Lo firmé.
—Y ahora ¿qué pasará? —pregunté.
El hombre me miró con sus ojos tristes y adoptó un aire menos rígido.
—Lo tiene usted mal. Cuatro testigos afirman que usted estaba acosando a la nena, y la misma pequeña dice que es "el hombre malo". El libro del que habla no aparece… El examen de la niña ha dado negativo pero eso no excluye tocamientos y otras prácticas habituales.
—Pero yo sólo he dicho la verdad. No tengo antecedentes de ningún tipo, mi familia, y en el barrio, me conocen… ¡Es absurdo!
—Le creo, pero eso no sirve para nada. Las pruebas son las que mandan y no le favorecen. Hay tres testigos que confirman la versión de la madre y nadie que confirme lo que dice usted. Además, las huellas de esas manos sobre su pantalón…
—¿Y entonces…?
—Hemos avisado a su familia. Su esposa está en camino, con algo de ropa para usted porque todo lo que lleva ha de quedar aquí, como prueba. Pasará al Juzgado de Guardia y el juez decidirá. Normalmente en los casos de abusos a menores el detenido entra en prisión, pero confío en que, dadas las circunstancias, sea benévolo. Con suerte, fijará un día para el juicio y lo dejará marchar.
—Hágame un favor —pedí antes de salir—. Busquen el libro. Le aseguro que ese libro existe.
—Nos estamos encargando ya de ello. Aunque la existencia del libro no cambiará mucho el asunto, sería muy bueno para usted que apareciera.
Custodiado por un guardia, yo esperaba sentado en el pasillo mi turno ante el juez. Di un respingo cuando se abrió una de las puertas y salieron las dos mujeres que me habían metido en aquel lío. Al pasar me lanzaron una despectiva mirada. Mientras se alejaban las oí comentar: "¿Te has fijado cómo se parece a tu hermano?".
Yo estaba preocupado por lo que pensara mi mujer. Cuando volvimos a casa le pedí que me dijera la verdad de lo que pensaba, cualquiera que fuese. Me abrazó y con lágrimas en los ojos me aseguró que me creía, que confiaba en mí, como siempre. Que me conocía muy bien, ¡ya tantos años!, que yo era un buen hombre, normal en todo. Sentí un enorme alivio. El resto de mi familia no sabe nada. El juicio será el mes próximo.
El inspector me llamó al día siguiente por teléfono para decirme que el libro había aparecido. En una de las papeleras del parque, sucio de tierra y medio destrozado. Tuve que ir a identificarlo. El abogado cree que todo va a quedar en una multa y una amonestación, pues hay pocos hechos probados. Y un antecedente en mi ficha policial. Pero hasta que decida el juez, nada es seguro.
Ha pasado una semana. Por fortuna, el incidente no ha llegado a saberse en el barrio aunque, no sé si serán manías mías, noto que algunos vecinos me miran de otro modo, como si me rehuyeran.
Estos días tenemos con nosotros a nuestra nieta Clara. Carlos, nuestro hijo mayor, celebra los diez años de matrimonio con un pequeño viaje, como una breve luna de miel. Mi esposa está contenta; disfruta mucho la presencia de la pequeña.
Esta mañana, ella debía ir a hacer unas compras:
—Ahora la abuelita va a salir y te quedarás con el abuelo, ¿vale? Pórtate bien… —La expresión de su cara cambió de pronto—. O mejor ven conmigo, verás como te gusta ir de compras. Vamos a pasarlo muy bien. Ponte la chaquetita y dale un beso a tu abuelo.
Cuando se han cruzado nuestras miradas, esquiva la suya, no han hecho falta palabras. El juicio será el mes próximo pero la sentencia se ha dado hoy.


© Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

lunes, 31 de octubre de 2011

Como un pájaro

      —Cuéntamelo, abuelo...
      —No; aún eres muy chico. Ya lo sabrás cuando seas mayor, como tu hermano Andrés y los otros muchachos.
     —Pero yo ya soy mayor... Y ya me han contado algunas cosas. ¿Es verdad que cuando eras pequeño podías volar?
     El anciano miró la cara de Tomasín y no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué contestar!
     —¿Quién te ha dicho eso?, ¿Andrés?
     —Sí, y Andrés no miente. Me dijo que volabas más rápido que cualquier pájaro. Mucho más rápido, como millones de veces más alto y más rápido...
     —¡Para, para! —El viejo cortó el entusiasmo de su nieto. —¿Crees que es cierto que yo a tu edad podía volar?
     —Si él lo dice... Dímelo tú, ¿podías?
     —A ver, Tomás, yo no volaba como tú estás pensando. Entonces había unos aparatos que volaban y nos llevaban a las personas de un sitio a otro, por el aire. Como si tú te montaras en un pájaro: tú no vuelas, pero sí vuelas. ¿Lo entiendes?
     —¡Qué pájaro más grande! Yo no he visto nunca a esos pájaros...
     —No, claro que no. Los llamábamos aviones y podían llevar hasta quinientas personas.
     —¡Halaaa! —exclamó el niño, impresionado.
     —Pero todo eso quedó atrás hace muchos años, envuelto en la gran bola de fuego. —El hombre terminó la frase con un rictus—. Y ahora ve a la cabaña y acuéstate, que ya es tarde.

     Aquella noche Tomasín soñó que volaba, a caballo sobre un enorme pájaro, tal como el abuelo le había contado.

© Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

sábado, 29 de octubre de 2011

El móvil

Salí congestionado de su oficina: me había quedado sin vacaciones. Una vez más. Y el muy cabrón me lo comunicaba apenas un par de días antes. ¡Con un par! Y se reía, el hijodelagranputa, mientras me decía que no me preocupara, que ya veríamos la manera de compensarme. ¡Compensarme...! Lo haría como siempre, con una palmada sobre los hombros y una cesta por navidad. Pero eso no era lo peor. Lo peor era pensar en llegar a casa y contárselo a Paula, porque la imaginaba escuchándome con una sonrisa que no lo era y las cejas levantadas en un falso gesto de sorpresa. La imaginaba preguntándome, como si acabara de ocurrírsele, quién abonaría el quince por ciento de la agencia de viajes. Por eso cogí una lata de combustible del almacén y fui directamente al garaje en busca del Mercedes gris metalizado, el de los niquelados, los asientos de cuero y las llantas de aleación, ¡ese recién estrenado! Yo nunca le había pegado fuego a un coche. Por eso estoy aquí, en la comisaría, preguntándome como un tonto, con las manos escaldadas y las pestañas perdidas, cómo cojones he podido llegar a esto. Y encima no puedo avisar a mi mujer, porque ahora me dice un policía que su teléfono está apagado o fuera de cobertura.

jueves, 27 de octubre de 2011

Conociendo a Fernando Hidalgo, «Panchito», administrador de Letras Entre Amigos

Una charla con Fernando Hidalgo, autor de dos libros de cuentos y administrador de un sitio que parece un foro pero no lo es: Letras Entre Amigos.  Más popular por su nick «Panchito», pocas son las personas asiduas a los foros literarios que no lo conocen.

Mi primer encuentro con Fernando Hidalgo fue en el foro Bibliotecas Virtuales hace ya cinco años.  Muchas lunas han transcurrido desde entonces y es ahora cuando decidí entrevistarlo, tomando como pretexto la publicación de sus dos libros de cuentos: «Fábulas del siglo XXI» e «Historias para minutos», los que se pueden leer absolutamente gratis en 24symbols.  Digo que es un pretexto pues él siempre ha rehuido cualquier clase de publicidad, es una persona que ayuda en silencio y sé por experiencia que hay algunos escritores y aspirantes a serlo que le deben mucho.  Fernando es un lector avezado, uno de los pocos que conozco que sabe diseccionar un texto y encontrar los defectos aunque a nosotros nos parezca perfecto, lo cual es de agradecer en un mundo donde por lo general las lecturas se hacen por amiguismo y las felicitaciones por reciprocidad.

―Fernando, ¿cómo irrumpes en el mundo de los foros literarios y por qué siendo de profesión médico eres tan buen lingüista y un excelente corrector de textos?

―Hola Blanca, va a ser un placer hablar contigo de Literatura. Llegué a Bibliotecas Virtuales de modo totalmente casual. Alguien contactó conmigo por e-mail a raíz de un libro que escribió mi padre y me sugirió que pasara por ese foro. Yo ni siquiera sabía entonces que existían sitios como ese. Nunca se me habría ocurrido. Hice bachiller de Ciencias, no de Letras, y disto mucho de saber lo que sabe un filólogo. Sin embargo la lógica del idioma me apasiona. La lógica del lenguaje es bastante parecida a la lógica del Álgebra, por ejemplo, o de la Informática. Por eso, cuando descubrí el foro, me hice asiduo.

―No sé si Bibliotecas Virtuales fue un foro tan bueno como lo recuerdo o si lo considero así porque le guardo mucho cariño por ser el sitio donde podría decir que aprendí que escribir era algo más que poner una palabra tras otra.  ¿Qué piensas de ese foro? ¿Cuál ha sido el que más has disfrutado?

―Yo también le guardo mucho cariño. BV fue en su momento un gran foro, bien organizado y con bastante actividad. La organización depende de la administración del foro pero la actividad, la vida, se la dan los usuarios. En aquellos momentos, hace unos cinco años, confluyó allí un grupo de gente valiosa y muy participativa. Tuve la impresión de que había dos tipos de escritores: los que realmente querían hacer Literatura y buscaban mejorar, perfeccionarse, y los que sólo querían dar a conocer su hobby, sin más pretensiones; ambas posturas son muy válidas, pero el comentario superficial y amable que requerían los segundos no servía para los primeros, que necesitaban una crítica veraz y que les fuera útil.  Empezamos a hacerlo así y, salvo algún pequeño roce al principio, se asimiló muy bien y creo que fue entonces cuando BV vivió su edad de oro. Después se vino abajo por lo de siempre: conflictos entre las personas. Visitarlo ahora es como pasear por una ruina romántica. Allí está casi todo, aún, como las tumbas de un cementerio olvidado.  Sólo he participado en cuatro foros de Literatura: Bibliotecas Virtuales, Prosófagos, Prosadictos y Letras entre amigos. Pero básicamente ha sido con las mismas personas, que han ido pasando de un foro a otro. Para mí todos son el mismo foro y he disfrutado todos por igual.

―Un foro literario es un lugar de encuentro entre personas con un mismo interés: el intercambio de opiniones acerca de sus textos, sin embargo hay quienes entran únicamente para ser leídos o en algunos casos para ser corregidos, sin aportar nada positivo, ¿qué les dirías a esas personas?

―Los foros son para compartir. Si no se da, no se recibe. Por lo que he visto, los mejores escritores no suelen ser los mejores críticos, y viceversa. Si alguien escribe muy bien, o alguien analiza un texto muy bien, para mí es valioso y aporta algo positivo, aunque no participe en otros aspectos. Hay personas que no comentan porque no se les da bien o no les interesa comentar; y personas que no escriben, por los mismos motivos. A eso no le doy mucha importancia. Lo que sí la tiene es la actitud. Hay que aportar, o uno mismo se excluye. No responder a los comentarios, o ser agresivo en la crítica, incluso grosero, o excesivamente distante, prepotente, o recalcitrantemente obtuso, o demasiado susceptible… Todo eso da problemas.

―No siempre reina la armonía en un lugar donde hay muchas personalidades diferentes y es bien sabido que los escritores tienen un ego más grande que ellos mismos. Sé que has tenido algunas diferencias con otros participantes, ¿qué es lo que más te irrita de estos sitios?

―En Internet, con la distancia y el anonimato, surgen roces con facilidad. Pero un foro de Literatura debería ser distinto. Se debe acudir a estos sitios con una actitud de aproximación a los demás, de descubrir y compartir ideas y puntos de vista. A veces se tocan temas sensibles; dices que los autores tenéis un gran ego, pero también sois vulnerables pues de algún modo os reflejáis sobre lo que escribís. Existe ese pudor. Sin embargo la crítica, la opinión, ha de ser sincera; si no, no serviría para nada. Por eso creo que un foro de Literatura ha de ser un grupo de amigos, un lugar sin máscaras ni naipes en la bocamanga, donde se pueda comentar con franqueza sin que eso se diga ni se reciba como una ofensa. De lo contrario es fácil que acabe siendo un corral de gallos. O un acuario de ostras.  Los malos entendidos imposibles de enderezar por la necedad que los acompaña son lo que más me irrita.

―En la actualidad administras más que un foro: un club de escritura. ¿Qué expectativas tienes? ¿Estás satisfecho con la participación de sus miembros? ¿Qué te motivó a abrirlo? ¿Cuál es la diferencia con otros?

―Verás, tanto Prosófagos como Prosadictos surgen de “naufragios”.  Son botes salvavidas creados a toda prisa porque el barco anterior se hundía. Después de ver lo que sucedió con Prosófagos y el rumbo que tomó Prosadictos, ya no quise seguir apostando por ese modelo. Si el foro al final pertenece a una sola persona, lo mejor es que quede claro desde el principio. Como lo estaba en BibliotecasVirtuales.  Letras entre amigos no es un refugio de náufragos, nadie tiene que venir “por necesidad”. Es un foro que creamos —te recuerdo que eres cofundadora— sin más normas que las de la amistad y el sentido común. Somos pocos, tiene una parte abierta pero no es un foro abierto, y lo planteé casi como un taller. No sólo se cuelgan relatos y se comentan; a veces se trabaja durante semanas sobre un texto propuesto por algún miembro. Eso se hace en la parte más privada del foro, naturalmente.  Por el momento estoy muy satisfecho. Tenemos hasta un “héroe” al estilo de El ZorroEl Gramático Justiziero, ja ja, que nos saca de cualquier duda lingüística. Como lleva antifaz nadie sabe quién es. Es el único “anónimo” del foro. Y como todo taller ha de tener un principio y un final, LEA tendrá una vida de dos años. Me gustaría que todo el que pase por allí en este tiempo lo recordara como un sitio donde se sintió a gusto y donde aprendimos un poquito unos de otros. Si en mayo de 2013 nos apetece seguir con otro proyecto, lo haremos. Pero esta travesía acaba ahí.

―Prácticamente ya ha transcurrido el primer año, ¿no crees que dos años son muy poco tiempo?

―Han transcurrido sólo cinco meses, Blanca. Creo que en dos años da tiempo para hacer muchas cosas y se producen cambios; es mejor replantearse la situación. Cuando llegue el momento, entre todos decidiremos qué hacer. Lo que no cambia, muere.

―¿Cuáles consideras que son las cualidades que debe tener todo escritor?

―Se me ocurren muchas cualidades pero, simplificando, ha de tener imaginación para crear una buena historia y saber contarla bien. Eso requiere inteligencia y algo de experiencia de la vida. No se puede hablar de lo que no se conoce. El escritor tiene una mirada especial sobre lo que lo rodea. Además, hay que sentir esa vocación, claro. Y tener capacidad de trabajo.

―¿Crees que el talento se aprende?

―No se aprende, pero se descubre y se desarrolla, que es parecido. Muchos “talentos” quedan dormidos toda la vida porque no llegan a descubrirse. Creo que hay más gente con talento de lo que parece. Algunas cosas se aprenden  a base de codos, como las listas de los reyes godos,  y otras se aprenden, o descubren,  como si se encendiera una lucecita dentro del cerebro. Es un click. La costumbre de leer desde pequeño ayuda mucho.

―¿En qué piensas que consiste un escritor de éxito?

―Pues una mezcla de talento, trabajo y suerte. Y no necesariamente en ese orden de importancia, pero han de estar presentes los tres. En la suerte incluyo la de conocer a las personas adecuadas. Eso también ayuda.

―¿Qué piensas de los best sellers?

―Puro marketing, mercadotecnia. Hoy día, una historia corriente puede ser un best seller o un capítulo más de una serie de televisión. Eso lo deciden en los despachos. A veces ni siquiera las ideas son originales, sino refritos de antiguas novelas que pasaron sin pena ni gloria. Los editores ya no buscan talento sino negocio. Tanto para la Democracia como para el sistema de mercado que llamamos Capitalismo es básico algo que se ha roto: la racionalidad del general de la gente. Así, hoy día, buenos escritores no pueden vivir de su obra y tienen que trabajar en otras cosas mientras algunos que apenas servirían para guionistas de televisión viven de ello a sus anchas. O un futbolista de veinte años puede ganar en una temporada mucho más que el mejor neurocirujano en toda su vida. El Mundo está loco, como decía la vieja película, pero ahora de verdad.

―¿Crees que la escritura se ha prostituido?

―La escritura ofrece placer a cambio de dinero, como otros muchos negocios. Pero eso siempre ha sido así.  Es la lectura lo que ha perdido valor. De otro modo nadie podría dar gato por liebre a tantos millones de personas.   

―De los escritores actuales, ¿cuál es al que admiras?

―El primero que me viene a la cabeza es Pérez Reverte, pero lo admiro más por sus columnas en prensa que por sus novelas. Gala, también,… No soy muy moderno en mis gustos, como puedes ver. No sigo a ningún autor actual; leo novelitas sueltas que generalmente “están bien”, simplemente eso.  

―Y tus escritores favoritos, los que te han marcado, ¿cuáles son?

―Ya sabes que Hermann Hesse es uno de los que más. Recomiendo especialmente “En el balneario”. Y Julio Verne, pues lo primero que leí, aparte los tebeos, fue su colección completa de novelas. Asimov, Poe, Dumas padre…  muchos.

―¿Por qué las fábulas, Fernando? ¿Qué te llevó a ese género?

―Hace ya muchos años quise explicar una idea y se me ocurrió que en forma de fábula sería mucho más fácil. No tuve ninguna intención literaria, simplemente quería explicar algo. Las fábulas son un símil útil, como las parábolas del Evangelio. También creo que son fáciles de leer, de entender y de recordar. Me gustan.

―El contenido de tus cuentos tiene un mensaje implícito, ¿crees que toda literatura debe dejar una enseñanza?

―La buena Literatura, sí. El escritor escribe porque tiene algo que decir. Más que enseñanza, algo que trascienda. Si está bien escrita es inevitable, incluso en una novela de aventuras, por ejemplo. La mera humanidad de los personajes ya deja una enseñanza.

―¿Qué piensas de la literatura «light»?

―Que es la adecuada para el lector “light”. El problema de “lo light” aparece en todos los niveles. Creo que entre la mentalidad del escritor y la del lector no puede haber una diferencia demasiado grande. Si la hubiera, no podría haber comunicación. Quien quiera hacer algo para que lo consuman muchos millones de personas, necesariamente ha de hacer algo simple. Pero algo simple también puede ser grandioso.  El problema no es que exista esta literatura “light”; siempre ha habido novelitas de quiosco que se han vendido como rosquillas, y algunas no están mal. El problema es que ahora esa mediocridad se presenta como “Gran Literatura” y, para muchos, cuela. Compara el Código da Vinci con El conde de Montecristo y verás lo que quiero decir.

―De tus compañeros de foro quiénes son los que crees que han aprendido más de tus enseñanzas?

― Todos aprendemos de todos y no es a través de enseñanzas, sino compartiendo. Si alguien, como lector, es capaz de hacer llegar al autor una visión clara de lo que ha captado en su lectura, eso es importante y útil. Recuerdo a Silas, a Forke, a Aureliano…, pero no porque aprendieran de mí sino porque me hubiera gustado aprender de ellos. Rach3, de Silas, es lo mejor que he leído en cualquier foro.  He visto aprender muy rápidamente a algunos. Y también a otros empecinarse en errores escandalosos. Antes dije que escribir es tener una idea y explicarla bien. La idea suele ser trabajo exclusivo del autor; lo de explicarla bien es lo que más se puede trabajar en un foro o taller. El trabajo de pulir y repasar un texto consiste sobre todo en eliminar lo que sobra y poner precisión y orden. Tachar, ordenar, razonar. Y a veces hay que retocar un poco el enfoque.

―¿Algún día escribirás una novela?

―Pues me dais un poco de envidia por tanto como disfrutáis los que escribís novelas tan amenas y es algo que me gustaría hacer, ¡ojalá!, pero me siento incapaz de escribir cualquier cosa más larga que seis o siete folios. No lo sé, quizá cuando tenga más tiempo; pero creo que no es lo mío. Yo soy lector, no escritor, aunque escriba algo de vez en cuando por mimetismo.

―¿Qué tipo de novela te atrae? ¿Por qué?

―Cualquier novela que me lleve a un “estado alfa” de lectura. Es decir, que me sumerja en ella completamente, abstrayéndome de todo lo demás. Puede ser de ciencia ficción, histórica, de aventuras, de suspense… Novela rosa, no. Creo que es el único género que no soporto. Me aburre muchísimo. Me interesa más cómo está escrita una novela que el género al que pertenezca. Cuando lees, has de “tragar” la historia como un hilo de seda, sin nudos, sin arrugas, a la velocidad adecuada para que no se rompa ni se creen vacíos que te saquen de la lectura… Por ejemplo, si el autor se entretiene demasiado en la descripción de algo que no interesa, el pensamiento se va a otra cosa. Una novela lenta puede ser insufrible. Como repetir, o explicitar lo ya sabido, o las “muletillas” de autor… Se habla poco del tempo de la narración y lo considero importante.
Fábula de la cebra Felipa y otras fábulas del siglo XXI (Spanish Edition)
―¿Qué piensas de las redes sociales? ¿Participas en alguna?

―Me resistí durante mucho tiempo; al fin, hace un par de meses, me inscribí en Facebook, aunque realmente apenas participo. Dan miedo las noticias que corren sobre ellas. De vez en cuando, al entrar en Facebook me dice: “Puede que su cuenta no sea segura”, y para “verificar” me pide que identifique a las personas que aparecen en unas fotografías, que deben de estar en mi lista de amigos a los que no conozco. Eso no es normal. Parece la trama de una novela siniestra, ¿verdad? O que escriba el número de mi tarjeta de crédito. ¡¡Que mi cuenta no será segura hasta que les dé el número de mi tarjeta de crédito! Se les nota mucho que están haciendo una enorme base de datos para venderla al mejor postor, ve a saber con qué finalidad. No están los tiempos para fiarse de las empresas.  Prometo que no exagero, y supongo que eso les sucede a otros usuarios. Son peligrosas, pero también son un modo de comunicar con mucha gente. Hay que ir con pies de plomo. Lo dije antes: el Mundo está loco y no se arreglará con seis fábulas, ni con seiscientas. Pero algo habría que hacer. Por ejemplo, yo tendría que haberme borrado de Facebook la primera vez que me sucedió lo que cuento más arriba. Sería lo razonable. ¿Por qué no lo hice? No lo sé. Quizá nos ponen en el agua algo que nos atonta… Prometo que lo haré en cuanto acabe esta entrevista.

―Tus libros están a la venta en Amazon-Kindle y en 24symbols se pueden leer gratis, ¿tienes alguna sensación especial al saber que están al alcance de todos?

―Sensación especial no, pues son sólo unas pocas fábulas y algunos relatos cortos, y además ya han estado en los foros y en algunos sitios web, también al alcance de todos. La Fábula de la cebra Felipa, la primera que escribí, se publicó hace unos años en Puerto Rico, dentro de un tratado de Lengua Española para uso escolar. Yo no la promocioné de ninguna manera; la vio Ediciones Norma en la red y contactó conmigo. Eso sí me gustó especialmente. 24symbols me parece interesante. Amazon-Kindle para mí no tiene ninguna relevancia. Quien quiera leerlos puede hacerlo gratuitamente en 24symbols. No tengo ningún interés económico con estos dos libritos, que son muy breves. Sólo intento que quien los lea, especialmente las fábulas, reciba como una pequeña sacudida, que se cuestione cosas que, por acostumbrado, ya ni ve. Nunca se sabe qué grano es el que hará virar la balanza. Ya sé que es mucha aspiración para tan poco autor y tan poco libro, pero es lo que hay.

―¿Qué consejo darías a los escritores noveles que tienen tanta dificultad para ser admitidos por agentes y editoriales? ¿Crees que se deba a la crisis?

―No estoy introducido en el mundo editorial, no podría dar consejos. Hasta hace poco una buena novela podía ser publicada sin demasiados problemas. Ahora creo que es mucho más difícil pues bastantes editoriales han colgado el cartel de: “No envíen originales, está completo”.  Y así es imposible.  Tal como están las cosas, si yo fuera escritor y quisiera darme a conocer me olvidaría de ganar dinero con la primera novela. La pondría gratuitamente en circulación y la promocionaría para que la leyera el mayor número posible de personas. Kindle o 24symbols son adecuados para eso. Si la novela era buena, no dejaría de llamar la atención. Si ni de ese modo conseguía darme a conocer, entonces quizá sería mejor olvidarse de publicar. Aunque siempre está el factor suerte, y lo inesperado… O los concursos. En resumen, mi consejo sería que hagan caso a los consejos de personas que han publicado, como tú. De todos modos tengo la impresión de que el libro de papel va a tener una muerte más rápida de lo que imaginamos. No puede competir con el libro electrónico por precio, disponibilidad, costes, distribución, y ya se sabe que hoy día manda el negocio. En muy pocos años las ediciones en papel volverán a  ser incunables. A los que se resistan al cambio los disuadirán los precios.

―Fernando, ha sido un verdadero placer conversar contigo, sabes que te estoy muy agradecida porque hiciste posible la publicación de mi novela «La búsqueda», pues gracias a tu infinita paciencia pude concluir la última revisión, estoy segura que no haber sido por ti, esa novela seguiría descansando en un cajón de mi escritorio.

―Siempre te estaré agradecido por lo que disfruté  la revisión conjunta de esa maravillosa novela, que de ningún modo seguiría en el cajón del escritorio porque es demasiado buena para eso. Ha sido un honor responder a tus preguntas.  


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Fábula de la cebra Filipa en Amazon

miércoles, 12 de octubre de 2011

Pura

   Según me contó la Niña, una desconocida le había cortado el paso en la calle y, apuntándola con un índice largo y huesudo, le espetó aquello de que era una puta. Me contó que fueron sólo tres palabras:"eres-una-puta", pero escupidas, más que pronunciadas, con tal carga de ira que restallaron como balas. Parece que luego esa mujer dio media vuelta y se fue tan rápidamente como llegó. Cuando le pedí a la muchacha que me la describiera un poco más, no puedo negar que ya tenía la boca seca como el esparto. Tras escucharla, dudé un momento, pero no pude menos que confesar:
   —Es Pura, no cabe duda. Es Pura.
   Al darme cuenta de que la Niña no entendía nada, creí necesario ofrecerle una explicación y añadí:
   —Pura es mi esposa.
   La Niña se rió mientras me quitaba los pantalones y con carita de gata en celo me recordó que yo siempre le había jurado que era un hombre viudo.
   —Es que lo soy, por eso me preocupa que Pura ande por ahí.
   Tenía que pasar. Y estaba seguro de que ella me esperaría en casa dando vueltas, fisgando armarios, resoplando y meneando con insistencia la cabeza sin encontrar nada a su gusto. Me juró que estaría siempre conmigo y yo no debería haber tomado a la ligera su promesa sabiendo de sobra como es y sabiendo que, a estas alturas, ya estaría más que enterada de todo cuanto pasó. Nunca pude sacarme eso de la cabeza: la expresión con la que se murió, como si en ese último momento, justo entonces, se hubiera dado cuenta de algo importante. Es bien cierto que después acumulé otros errores imperdonables, como salir a bailar el mismo día que pagué su entierro o regalar a otra mujer la estola de visón con la que siempre quiso que la amortajaran. No sé cómo pude cometer tantos errores. Yo, que he pasado la vida entre la precisión de la química y las fórmulas magistrales. La ofendí con mi actitud. Si. Me avergüenza reconocerlo. Y creo..., bien, creo que me precipité... Ya está dicho. Antes de pensar en matarla debería haber intentado que ella comprendiera, hablar, en definitiva, como personas civilizadas. Y tal vez insistiendo, encariñándola, hubiera conseguido que ella me entendiera y aceptara de buen grado aquello de que yo tuviera una querida. Pero qué va, qué va. La conozco muy bien y aún cuando consintiera en ello, —¡me quería tanto!—, tarde o temprano me afearía la conducta y yo acabaría sintiéndome fatal, no en vano fue siempre la mía una mujer muy diestra en esa clase de artificios.

   No sé cómo se lo tomará la Niña, pero no podía ocultárselo, estoy loco por ella, para qué negarlo. Ahora que, ¡¡menuda puta está hecha!! En eso mi mujer tiene más razón que una santa. Y precisamente cuando pensaba pedirle que se casara conmigo, pero, con Pura en casa...
***************

   Cuando aquella tarde llegué a nuestro hogar, ella me recibió como yo esperaba: por las malas. Durante un rato interminable volaron las cortinas en las estancias clausuradas, se desencajaron las fotografías familiares de sus molduras antiguas y tuve que refugiarme detrás del gran sofá de terciopelo porque la muerte no había hecho sino afinarle la puntería. Yo sólo atinaba a suplicar que me escuchara, y desde mi escondite, no dejé de susurrarle una tras otra las mil palabras que llevaba atascadas y que se me desparramaron como un espumoso agitado. Y así, hasta que cesó el movimiento incontrolado de los amados objetos que fueron nuestros. Sólo cuando me juró que ya se había calmado tuve valor para salir del escondite y ponerme frente a ella. La encontré desmejorada, cansada, triste, si, pero aprecié que la muerte no le había mermado la elegancia que siempre la había hecho destacar por encima de las mujeres que conocí. No acerté a tomar su mano, pero aceptó mi gesto y nos sentamos a hablar. Creo que nunca lo hicimos como aquel día.

   Conocía bien a mi esposa y sabía que, aunque lo prometiera, no estaba en su naturaleza el olvidar las cosas que han pasado. Ella lo rumiaba todo y nada había cambiado en eso, pero accedió a quedarse en casa, a darme otra oportunidad y a concederse a sí misma el tiempo que necesitaba para volver a quererme como, en el fondo, sabía que nunca había dejado de hacerlo. A cambio sólo me pidió una cosa y fue tajante: que yo hiciera desaparecer de mi vida a esa mala mujer que, —a estas alturas ya debería haberme dado cuenta— no buscaba más que nuestro dinero. Una mujer, que entonces comprendí, se apropió de mi honradez con artes que no soy capaz de recordar sin enrojecer y que había sido la única culpable de mi mala hora.

   Y desde que mi esposa ha vuelto, todo tiene un aspecto diferente. Ella ha recobrado el color, la luz, la forma, el aliento. Camina a mi lado por la calle y toma mi mano por las noches. El tiempo nos está ayudando a recobrar la normalidad, la complicidad, la felicidad de los dos viejos amantes que hemos sido. Paseamos por los parques y tomamos tranquilos el café en las soleadas terrazas de la plaza. Ahora estamos empeñados en devolver mi colesterol a niveles tolerables y en abordar el destartalamiento de su tensión arterial. Cuando logremos rescatar la salud del abandono pensamos hacer un largo viaje. Un crucero, tal vez. Pero, en cualquier caso, hoy es un día un poco especial. Acabamos de asistir a un funeral. Una vieja conocida de ambos ha fallecido.

Pura © Belén Garrido - 2011

miércoles, 5 de octubre de 2011

Pánico




Los tres gigantescos perros aparecieron de improviso por la esquina de la calle. 
Eran de color negro intenso y de ojos rojizos que despedían chispas. Las amenazantes fauces de las cuales se desprendía saliva a cántaros y ladridos semejantes a rugidos de leones que retumbaran monstruosamente, provocaron una inmediata desbandada alrededor. Gumersindo, un campesino de sesenta años que por primera vez pisaba una ciudad, palideció. Un grito desgarrador brotó de su garganta al observar cómo la turba y los animales se le aproximaban. Su nieto, un joven de veinte años que le enseñaba la urbe, lo tomó del brazo, muy preocupado, y trató de ayudarlo, pero no hubo tiempo. Cuando el viejo vio que los animales saltaban sobre él, sintió un dolor agudo en el pecho y, en fracciones de segundo, se detuvo su corazón. Su nieto, en el afán de sorprenderlo, no le había explicado para qué servían esas extrañas gafas que todos en la sala debían colocarse para presenciar la cinta.









Dereautor debidamente registrados.

martes, 6 de septiembre de 2011

sábado, 3 de septiembre de 2011

Quimeras


Caminaba provocativa hacia mí, contoneando las caderas con suma coquetería.
Yo la esperaba impaciente.
Sus trenzas y sonrisa juvenil amenazaban con hacerme estallar.
Las cuatro paredes de la habitación eran testigos mudos de las ansias casi incontenibles.
Empezó a quitarse lentamente la falda, muy lentamente. Luego la blusa. En pocos segundos su uniforme escolar yacía en el suelo junto al mío de soldado.
Entonces por fin llegó.
Mi lengua calentó el ambiente apoyada posteriormente por mis hábiles índices que resurgieron humedecidos de su núcleo voluptuoso.
Su posterior cabalgada y consiguientes gemidos, mezclados con los míos, fueron el jaque mate de esa intensa noche de pasión.
Luego, en el auge de plena satisfacción, recorrimos mutuamente con las manos una a una, con cariño, las arrugas esparcidas por nuestros cuerpos, aquellas propias de las inclemencias del tiempo.

Quimeras  © Antony Sampayo - 2011

lunes, 29 de agosto de 2011

El epitafio

Un relato enteramente de ficción:



El epitafio  ©  Fernando Hidalgo  - 2010 (por el texto y montaje. Las imágenes son de la red).

viernes, 26 de agosto de 2011

El Bolillo

        Lo vi conversando con sus amigos haciendo gala de la habitual caballerosidad que lo acompaña desde que ascendió. Siempre sonriente, amable, y recibiendo tantas adulaciones que olvidé al instante los malos tratos que me infligía.
        Y es que no lo puedo negar, lo amo con todo el corazón. También me adora, lo sé. Es un romántico empedernido pero… de la misma forma es celoso al extremo. Cuando supone que miro a otro hombre, o lo contradigo, se transforma de inmediato y me pega hasta el cansancio con un bolillo. Algunos pocos piensan que lo provoco y por lo tanto lo merezco, otros aconsejan que lo denuncie, pero no sé qué hacer. Las huellas de los golpes en la piel y en el alma son imborrables y pueden fomentar odios; pero en mi caso, al verlo arrodillado implorando perdón lo veo tan frágil y sincero que hasta me ilusiono.


El bolillo  ©  Antony Sampayo - 2011

martes, 23 de agosto de 2011

Zehila lo sabe (II)

       (Viene de la primera parte)

    Intenté hablar con Elisa durante toda la mañana siguiente sin conseguir que ella respondiera al teléfono. Confiaba en que hubiese olvidado sus temores de la noche anterior y recobrado la razón, ofuscada por las palabras de aquella maldita bruja que se cruzó en nuestro camino. Como ella los sábados no trabajaba, supuse que estaría en su casa y me acerqué con intención de hablarle y recuperar su confianza. Cuando pulsé el timbre del portero automático oí el ruido del micrófono al descolgar, pero nadie respondió. "Abre, Elisa, ábreme, sólo quiero hablar un momento contigo", supliqué varias veces, sabiendo que me escuchaba, pero no hubo más respuesta que el ruido seco que se produjo al colgar. Di por seguro que estaba en casa.
    Yo estaba desesperado, cada minuto se me hacía una eternidad. ¡Cómo podía ser tan estúpida, creyendo las sandeces que decía cualquier embaucadora! ¡Y cómo se atrevía aquella vieja loca a inventar semejantes patrañas! Monté guardia al lado del portal, por si se le ocurriera salir, durante varias horas, pero no apareció rastro de ella. Decidí entonces volver al carromato de Zehila; ella o su ayudante nos debían una explicación y estaba dispuesto a exigírsela.

    Los sábados se animaba la feria antes y el gentío era más numeroso. A empujones me abrí paso hasta el callejón, en el que entré a grandes zancadas. A la luz del día todo me pareció distinto. Observé mejor. No, no era aquel pasillo, de seguro que con toda aquella multitud por medio me había equivocado. Recorrí varios de los callejones cercanos sin reconocer nada de lo que veía. Pregunté por fin a un muchacho, ocupado en reparar unos autos de choque.
    —Disculpa, chico, ¿sabes dónde está una vieja que adivina el futuro? Zehila, creo que se llama.
    El joven dejó su faena por un momento y miró a lo alto, como intentando recordar.
    —Zehila... —repitió—, me suena pero... Aguarde. ¡Miguel! ¡¡Migueel!!
    Un hombre mayor se asomó entre unos tablones, al fondo de la calleja.
    —¿Sabes algo de una tal Zehila? —preguntó a gritos el muchacho.
    Miguel se acercó a nosotros caminando tranquilo, mientras se limpiaba las manos en un trapo bastante mugriento.
    —¿La adivina? —inquirió al llegar.
    Sentí una oleada de alivio. Aquel hombre la conocía.
    —Si es la que yo creo, esa mujer murió hace unos años —explicó Miguel con naturalidad—. Lo siento pero, si quería algo de ella, llega usted tarde.
    —Oiga, yo estuve hablando ayer aquí con una anciana zíngara que decía llamarse Zehila —puntualicé, muy contrariado por la incoherencia de lo que él me decía.
    —Mire, joven, Zehila murió. Eso se lo puedo asegurar porque yo mismo vi como sacaban su cadáver. ¡Menudo revuelo se armó! Y eso fue hace... cinco años, exactamente, estábamos aquí mismo, en la feria de Gracia, a punto de recoger para ir a la de Sants. Así que no me venga con monsergas.
    Dejándome plantado, Miguel desanduvo sus pasos para volver a la tarea. El joven me miró y se encogió de hombros.
    —Yo no sé nada, hace poco que estoy en esto —dijo a modo de disculpa.
    —¿Hay alguna otra pitonisa en la feria? —se me ocurrió preguntarle.
    —Ummm... —meditó por un momento, volviendo a mirar a las alturas—. Ese negocio va de capa caída. La televisión está llena de ellas. Pero creo que hay una, dos calles más allá, en la última línea de atracciones. —El chico apuntó a su derecha con la llave inglesa que tenía en la mano.
    Corrí entre las partes traseras de las atracciones hacia donde me había indicado, hasta llegar a una explanada. Cuatro o cinco callejas abrían allí y en una de ellas, casi en el extremo, vi el inconfundible carretón de Zehila. Al acercarme comprobé que, en efecto, era el mismo carretón pero su aspecto era diferente. Estaba remozado, pintado con colores vivos, adornado con una bonita cortina y un rótulo perfectamente iluminado: "Zaida lo sabe". ¡Qué prisa se han dado en cambiarlo todo!, pensé.
    No había nadie en la taquilla, así que subí la escalera y anuncié mi presencia antes de traspasar la cortina.
    —¿Hay alguien ahí? —pregunté en voz alta.
    Un hombre apartó el cortinaje y asomó la cabeza. No me sorprendió reconocer al encargado que nos había atendido el día anterior.
    —¿Qué quiere? —preguntó de modo cortante—. ¡Aún está cerrado!
    —Oiga, señor, estuve ayer aquí, con mi novia, ¿no me recuerda?
    El hombre me miró con atención y cara de extrañeza por unos segundos.
    —No recuerdo haberlo visto antes, y además ayer no abrimos. ¡Lárguese!, estamos ocupados.
    ¡Pero qué cínico hijo de puta!, exploté en mi interior. Con una furia incontrolable le di un empujón y entré en la estancia violentamente. Todo estaba igual pero más aseado, más cuidado. La misma mesa, el mismo mantel negro con flores y, fumando un purito tras la mesa, una joven morena que al verme corrió a refugiarse en un rincón.
    El hombre, que había caído al suelo por el ímpetu del empujón, se levantó con rapidez y agarró un atizador metálico que se hallaba apoyado en la pared, junto a la puerta. Lo alzó en un gesto amenazador. Me di cuenta de lo comprometido de mi situación; ya no podía más y me derrumbé de rodillas, desesperado.
    —Yo ayer estuve aquí, con mi novia, usted nos atendió y hablamos con la vieja Zehila, ella se puso enferma, no lo he soñado... —expuse con toda la convicción que sentía.
    —Sal un momento, Vasile —, ordenó la joven.
    El viejo bajó el hierro, me lanzó una torva mirada y obedeció. La joven, lentamente, volvió a su silla y con un gesto me invitó a sentarme frente a ella.
    —Zehila era mi abuela. Ella murió hace cinco años, en este mismo carromato, muy cerca de aquí. Yo lo arreglé y seguí su negocio, de eso hace tres años. Puedo demostrárselo; lo que usted dice no es posible.
    Me cubrí la cara con las manos y repetí con amarga insistencia:
    —Yo la vi ayer...
    —Le contaré algo —anunció Zaida, con un tono misterioso que captó toda mi atención—. Mi abuela era una adivina extraordinaria. Yo suelo inventar mis vaticinios, digo lo que la gente quiere oír. Ya ve que le hablo con sinceridad. Pero ella veía el futuro realmente, hay personas con ese don. Aunque no lo contaba. Decía que a nadie favorece saber lo que de ningún modo podría evitar. El Destino está marcado y nadie puede torcerlo. Así que inventaba historias amables, callándose lo que realmente veía. No hay que tomar en serio estas cosas...
    —...Ayer... aquí mismo... —repetí obsesivamente.
    —Cuénteme qué pasó ayer, aquí...
    Relaté con todo detalle la visita del día anterior, los veinte euros, la baraja y la bola de cristal, idéntica a la que había sobre la mesa. La crisis de ahogo, el secreto que dijo a Elisa... todo, punto por punto. Zaida me escuchaba con atención, barajando los naipes mecánicamente. Cuando terminé me quedé mirándola, con gesto interrogante. Dejó de mover la baraja y repartió cuatro naipes cara abajo sobre la mesa, mientras iba hablando:
    —Algunos espíritus atormentados quedan por un tiempo errando por el lugar donde murieron y en ocasiones pueden llegar a manifestarse. Pero hace falta un poderoso motivo. Elija una carta —pidió inesperadamente.
    Toqué una de las cuatro que había sobre el mantel, sin girarla. Ella la tomó en su mano y lentamente la mostró: era el mismo hombre colgado por el pie. Yo ya no sabía qué pensar.
    —Zaida, escúcheme. Su abuela, o el espíritu de su abuela, no me importa aceptarlo por absurdo que sea, le dijo ayer a mi novia que yo iba a matarla y mi novia, que es supersticiosa, lo ha creído. Ella ahora no quiere verme, nunca más, ¿comprende? Sea el espíritu, o sea una broma de mal gusto, o un modo de hacer publicidad o cualquiera que sea la explicación, es incomprensible. Intolerable.
    —No lo tome a la ligera. Zehila nunca hubiera hecho algo así sin motivo. Su novia obra bien y lo peor es que, hagan ustedes lo que hagan, no tendrá remedio. Pero, por si el Destino aún no hubiera fraguado y existiese alguna posibilidad, yo, de ser usted, me iría lo más lejos posible. A otra ciudad, a otro país...
    —¡Están todos locos! —mascullé, escupiendo con rabia las palabras.
    —Recuerde que ella le dio a Elisa datos muy certeros. No tengo duda de que ayer estuvieron ustedes dos con el espíritu de Zehila. Debería hacer caso. No es la primera vez que sucede.
    —¿Y Vasile?, ¿también es un espíritu? —pregunté con cínica ironía.
    —Vino conmigo desde Percosova y ayer no lo perdí de vista en todo el día. Ni siquiera llegó a conocer a la abuela. Todos estos viejos rumanos se parecen mucho...
    Comprendí que allí yo no hacía más que perder el tiempo. No sé por qué motivo aquella mujer intentaba embaucarme con su increíble historia. No sacaría de ella nada más, así que me levanté bruscamente y salí corriendo del carromato, perseguido por la dura mirada de Vasile.

    Corrí sin parar hasta el portal de Elisa. No llamé al timbre, pues estaba seguro de que no me abriría y no quería asustarla. Esperé pacientemente a que alguien abriera. Pasado un buen rato, vi a través de la puerta acristalada a una pareja que se disponía a salir. Me acerqué entonces, simulando buscar la llave en el bolsillo. Cuando salieron, me colé en el edificio.
    Subí por la escalera, quería llegar lo más discretamente posible. Lograría hablar con Elisa y la convencería de que todo era una fantasía sin sentido, de que la amaba más que a nada en el mundo y sólo pensar que yo podría hacerle el más mínimo daño resultaba inconcebible. Alcancé el rellano, recompuse mi bastante malparado aspecto en lo que pude y pulsé el timbre. Un leve roce al otro lado de la puerta me advirtió de su presencia. Pensé que estaría observando a través de la mirilla.
    —Elisa —dije, esforzándome en que mi tono fuese en extremo tranquilo—, ábreme, por favor. Tenemos que hablar.
    Sólo me respondió el silencio. Insistí:
    —Por favor, cariño, será sólo un momento. Necesito explicarte algo.
    —Vete, Enrique, te lo ruego. No me obligues a llamar a la policía.
    —Pero, nena, cariño, ¿qué te pasa? ¿Cómo puedes hablarme así por las estúpidas palabras de una vieja que ni siquiera existe?
    —¿Ha muerto, entonces? —dedujo Elisa, con voz apenada.
    —Murió hace cinco años —expliqué. Me arrepentí al momento.
    De nuevo el silencio. Y de nuevo pulsé el timbre. Y otra vez.
    —Enrique, no insistas por favor. Estás mal, lo siento de veras, necesitas ayuda pero no de mí. Yo no puedo ayudarte —replicó con firmeza.
    —Tú eres lo único que necesito, amor mío. Ábreme, sólo quiero explicarte algo y después me iré sin más, te lo prometo.
    Tras un tenso silencio añadí, con un suplicante hilo de voz:
    —Por favor...
    Y la puerta se abrió.

Zehila lo sabe © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011