viernes, 22 de julio de 2011

El árbol genealógico

Una tarde aburrida de domingo, después de ver una insulsa película en televisión, se me ocurrió pasar el tiempo reconstruyendo el árbol genealógico de la familia. Desde pequeño me fascinaba oír las antiguas historias familiares y todos, especialmente la abuela Rosario, estaban encantados con que alguien quisiera escuchar esos viejos relatos que una vez fueron el centro mismo de sus vidas. De eso hacía ya bastantes años pero yo conservaba aquellos datos bien grabados en mi memoria.


Uní dos folios con un poco de cinta adhesiva por la parte posterior, para disponer de un espacio más amplio, y me puse a la tarea. Anoté mi nombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a escribir el de algunos de mis tíos caí en la cuenta de que así no podría hacerlo. Se enmarañaría demasiado. Tiré los folios a la papelera, uní otros dos del mismo modo y volví a empezar, esta vez para hacer exclusivamente mi árbol genealógico; nada de hermanos, tíos ni demás parientes. Pensé también que, siendo árbol, las raíces tendrían que estar abajo y los brotes arriba, de modo que escribí mi nombre en la parte superior de la gran hoja, dispuesto a reconstruir el tronco y las raíces de los que yo había brotado. Bajo mi nombre, el de mis padres, y bajo cada uno de ellos el de los abuelos correspondientes, para seguir con los bisabuelos. Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos... Me había equivocado: la imagen de un árbol me hizo colocar el papel en posición vertical y en la quinta línea ya no me cabían los datos por la anchura. ¡Qué barbaridad, dieciséis tatarabuelos! Es de Perogrullo, pero no lo había previsto y estaba bastante sorprendido.

El hallazgo me distrajo de mi idea inicial y me llevó a calcular el número de antepasados que tendría diez o quince generaciones atrás. El cálculo era sencillo: dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ah!, era como la vieja historia de los granos de trigo sobre el tablero de ajedrez, pensé. Entonces fue cuando me di cuenta de la magnitud del problema: nunca ha habido tanta gente en el Mundo, ni siquiera hoy día. En sólo veinte generaciones aparecía un millón de antepasados directos, y con eso apenas retrocedía seis siglos. ¿Es que en la Edad Media todos los habitantes del país eran abuelos míos? Y en la época de Cristo, calculando cuatro generaciones por siglo y creo que me quedaba corto, eran más de un cuatrillón. ¡Cómo podía ser! Cada uno de mis antepasados tuvo padre y madre, eso era innegable. Había un error de apreciación en alguna parte y no era precisamente pequeño.

No tardé en comprender el problema: todos tenemos dos padres, eso es cierto, pero no todos tenemos cuatro abuelos, ni ocho bisabuelos, etc. Si los padres fuesen hermanos sólo tendríamos dos abuelos; si fuesen primos, sólo cuatro bisabuelos. Pero, ¿tanta consanguinidad ha habido en la historia del Mundo como para compactar un cuatrillón de antepasados en unos pocos miles? La respuesta era obvia: no sería posible de otro modo. Y si nos remontásemos más atrás, a la época de Ramsés, por ejemplo, cuando el cálculo daría una cantidad con más de ochenta ceros, aún serían menos los antepasados reales.

Estas reflexiones me quitaron de la cabeza la idea de hacer el árbol genealógico. Guardé la hoja para continuarlo en otro momento y volví al sofá, frente al televisor. Una conocida cadena especializada en telebasura estaba emitiendo un reality show. Todos dicen que la consanguinidad es mala para la genética, se multiplican los problemas y degenera la especie. Ante mis ojos tenía la evidencia que confirmaba mis recientes conjeturas.
El árbol genealógico © Fernando Hidalgo Cutillas

 

 

1 comentario:

Blanca Miosi dijo...

Siempre me fascinó este cuento, Fernando, lo he vuelto a leer y sigo con la impresión de que tantos números no entran en mi escaso cerebro.
Un beso,
Blanca