miércoles, 21 de noviembre de 2012

La llave

 
   Lo último que me dijo mi marido por teléfono fue: "María, ¡somos ricos! Ahora te cuento, voy para casa". Y colgó sin dejarme abrir la boca. Pero nunca llegó; un autobús le pasó por encima al cruzar la calle.
   Julián no era hombre dado a aspavientos y me dejó muy intrigada. Pasaron los minutos, las horas y él no regresaba. Maldije su costumbre de no llevar nunca el móvil. Cuando el teléfono sonó de nuevo, era la policía. Me dieron la mala noticia de sopetón. Yo me derrumbé.
 
   Todo en aquellos días me parecía irreal: el tanatorio, el cementerio, la soledad que siguió... Y dentro del dolor que yo sentía, una idea no dejaba de taladrarme la mente: ¿qué quiso decirme Julián el día en que murió? "Somos ricos...". Repasé sus ropas una y otra vez. No sabía qué buscar, ¿un billete de lotería?, ¿un cheque?... Él no era aficionado a los juegos de azar y no tenía más trabajo que el del taller. ¿Estaría metido en algo que yo no supiera? Yo no encontraba explicación, y por más que hurgaba en los bolsillos nada encontré que me sirviera al menos de pista. Hasta llegué a descoser algunas costuras, y nada.
   Desistí, hasta que un día reparé en su llavero. Entre las llaves del portal, del piso, del coche y del garaje, una más pequeña llamó mi atención. Era especial, complicada, yo nunca había visto nada igual. Tuve la intuición de que era la clave del asunto. ¿Sería de una de esas cajas de seguridad que tienen algunos bancos? ¿De alguna consigna? Separé la llave y la guardé como oro en paño.
   No sabía a quién podría yo preguntar. Me asustaba ir a un banco y levantar sospechas consultando a desconocidos. Miré la llave detenidamente y examiné con lupa una pequeñísima inscripción que descubrí en la tija: CRK 1021. Busqué el dato en Internet y hallé algunas coincidencias pero nada que ver con bancos ni cajas. Estaba como al principio.
 
   Una noche de insomnio, ya de madrugada, vi un programa de televisión dedicado al esoterismo. Una médium se ofrecía para consultas a través de un teléfono de pago. La mujer, vestida de modo extravagante, decía: "Usted puede comunicar con los seres queridos que se fueron porque ellos siguen al lado de aquellos a los que amaron. Hoy es día de difuntos y ellos están muy cerca. Llámenos...". El corazón me dio un vuelco. ¡Sí!, ¿por qué no intentarlo?
   Llamé precipitadamente. El teléfono comunicaba una y otra vez, y yo insistí e insistí hasta que alguien respondió. "Quiero hablar con la médium, pero en privado, no en televisión", dije. Me dejaron en espera. Los minutos se hicieron interminables. Por fin la misma voz volvió a hablar: "Ahora ella está en directo, pero puede usted llamar después del programa a este otro número y la atenderá con gusto". Más tarde le conté el caso a Irina, ése era su nombre. Me aseguró que era bien fácil, pero tendría que ir a su casa para una sesión espiritista. También, que ella no cobraba nada por sus servicios pero los elementos necesarios eran caros y correrían por mi cuenta. No puse objeción.
 
   En una mesa redonda ardían velas de distintos colores. Sobre ella, un tablero ouija y unos montones de algo que parecía ceniza. Me invitó a sentarme.
—¿Ha traído la llave, querida?
La puse sobre la mesa.
—Bien, póngala en el centro del tablero y mantenga un dedo sobre ella. Yo no debo tocarla; la contaminaría. Eso es. Ahora dejaremos la sala a oscuras, no tenga miedo...
La mujer sopló las velas una a una y el olor a cera se acentuó hasta marearme. Sólo quedó una muy tenue claridad que parecía provenir de un lugar indeterminado.
—Ahora pondré mi mano sobre la suya y usted debe formular la pregunta que desea que él conteste. En voz bien alta.
—Julián, ¿qué es esta llave? ¿Por qué me dijiste que éramos ricos?
No pasó nada. Irina me animó a repetir la pregunta. Y otra vez.
De pronto, la luz se hizo más intensa y la llave empezó a vibrar y a moverse. Recorría el tablero con velocidad, de una letra a otra: B... B... V... 3.... 1... 3... 7... 3... 2.... 0.... 9. Volvió al centro y se paró.
—Bien, ahí tiene la respuesta, querida. Le dije que él contestaría —presumió la mujer.
—Espere, ¿cómo puedo saber que es mi marido?
—Ya tiene sus datos, ¿no es suficiente? —Irina hizo un mohín de disgusto.
—¿Eres tú, Julián? —me atreví a preguntar.
Entonces sentí una mano subir por mi muslo y hacer a un lado la braguita. Reconocí los dedos de Julián, acariciándome como sólo él sabía.
   Lo demás fue fácil, localicé el banco, la oficina y el número de la caja. Dentro encontré una buena cantidad de dinero.
 
   Ser rica me permite algunos lujos. Por ejemplo, cada miércoles voy a ver a Irina. Nunca le pregunto a Julián de dónde sacó el dinero; la verdad, no quiero saberlo ni me importa. Simplemente pregunto: "¿Eres tú, Julián?".

©Fernando Hidalgo Cutillas 2012

viernes, 2 de noviembre de 2012

15 Relatos de autor

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Sumario:

  • La sirena, por Belén Garrido Cuervo (Pepa)
  • El crisol de los deseos, por Ricardo Durán (Coloso)
  • La elegida, por Lautaro Volpi (Lautaro Volpi)
  • Comiendo diferente, por Maritza Soler (MMS)
  • Amores de sangre, por Antony Sampayo (Ansape)
  • Dos, Tres, Uno, por Eduardo Krüger (Eduardo Pi - Eduardo Krüger)
  • Diario de un suicidio, por José García Montalbán (Josgarmón)
  • Katty, por Blanca Miosi (Blanca Miosi)
  • El libro de la Verdad, por Alejandro López Fernández (Incongruente)
  • Indios y vaqueros, por Milagros García Zamora (milagros)
  • Rezos infantiles, por Jessica Castro (Amine)
  • Osiris, por Juan Antonio Marín (Juanan)
  • Las dos Elenas, por Mario Archundia (pesado67)
  • Jonás, por Mario Archundia (pesado67)
  • La decisión, por Fernando Hidalgo (Panchito)
Una edición del Club de Letras entre Amigos - 2012

lunes, 8 de octubre de 2012

Después, Yavé Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él”. Génesis 2, 18.

ÁNGEL DE LA GUARDA

Meto la leche en el microondas y aprieto el botón. El vaso girará durante un minuto. Un minuto durante el cual, mientras parece que no pasa nada y espero, parpadearé doce veces, inhalaré siete litros de aire, el corazón latirá en setenta ocasiones, produciré ciento cincuenta mil glóbulos rojos y elaboraré un centímetro cúbico de orina. Durante ese minuto fijo la mirada en el cristal del horno y doy vueltas a lo que estoy a punto de hacer. Y a la vez que parpadeo, respiro, fabrico e impulso la sangre, dejo que las dudas giren junto al vaso mientras parece que no pasa nada y espero. Y te oigo llegar al tiempo que el clic del horno pone el mundo en marcha otra vez. Lo que hoy te disgusta es que tome un vaso de leche. Me lo quitas de mala manera, me empujas y te lo tomas de un trago, dejando que parte del contenido resbale por las comisuras de la boca hasta la barbilla. Pese al golpe, bajo la cara y sonrío. Una vez más has impuesto tu voluntad: parece que finalmente hoy no pondré fin a mi vida.

...Y DEJARÉ QUE SE ENFRÍEN ANTES DE SERVÍRSELAS

La poca familia que me queda, mis amigos más cercanos, las vecinas, que me ven acalorada y sin apenas tiempo para nada..., todos me preguntan perplejos que por qué lo hago. Mis hijas han decidido dejarme por imposible. Preguntan, intuyo que hastiadas y desoladas ante la impresión de no reconocer en mí a la mujer orgullosa que aprendieron a respetar, que cómo puedo ser capaz de hacerme cargo de ese hombre que nos abandonó hace treinta años. Yo lo prefiero así. Sin testigos. Él me mira desde su inutilidad y nos entendemos sin palabras, como cuando nos conocimos y me hizo creer que me haría feliz. Me ha dicho el médico que le queda poco tiempo, que su organismo ya estaba devastado por la mala vida cuando sobrevino la parálisis y que parece asunto de un milagro que su corazón siga latiendo. También le parece que algo tendrá que ver este milagro con las extraordinarias atenciones que está recibiendo el enfermo. Yo asiento con la cabeza por no contradecirle pero sé que su corazón se mueve únicamente por la cosa de la inercia. Que respira por costumbre pero no por gusto. Que cuando le acerco la cucharilla con su poco de puré a los labios, a esos labios cuyo recuerdo aún me sigue taladrando, la boca se abre por un movimiento reflejo, ajena a la voluntad de apretarla que reconozco en su dueño. Yo sé que él sabe. Su cabeza está intacta y eso me basta. Ocuparme de su cuerpo maltrecho me está compensando del dolor sufrido durante todos estos años, cuando lo imaginaba acariciado por las manos de otra mujer. Me hace bien prepararle sus platos preferidos y ofrecérselos con una sonrisa. Como hoy. Prepararé croquetas pensando sólo en él... Se las haré redonditas para que las coma de un solo bocado. Pondré al fuego la mantequilla para que se funda, añadiré la harina tamizada para evitar los grumos, nada de sal porque le perjudica, la carne de pollo muy picada, apenas para dar su poquito de sabor, el copito de algodón en cada una...


DECIR BASTA
 
El pescado se ha enfriado sobre las baldosas. Mientras contemplo sus trozos desparramados por el comedor, pienso en que debo buscar unos guantes de goma para recogerlo porque no quiero empaparme los dedos con esa salsa blanquecina y espesa cuyas salpicaduras aparecen por todas partes. Dondequiera que la vista ponga encuentro una gota de aceite, un trocito de cebolla, una mota de perejil…, como si todos y cada uno de los ingredientes estuvieran ahí colocados para recordarme una y otra vez lo que ha sucedido. Como si, más que un guiso, hubieran creado una alianza para pedirme que diga basta. ¡Basta! ¡Basta!... El plato también se ha hecho añicos. Miro a mi alrededor y sé que me afanaré en recogerlo todo mientras pienso en lo torpe que soy; que pasaré la fregona, pese al dolor intenso que siento en el brazo; que, una vez todo esté seco, volveré con la escoba, hasta hacerme la ilusión de que en esta casa no ha pasado nada y de que puedo seguir apalancada en la vida tal y como la tengo apalabrada conmigo misma. Y ya mañana veremos. Porque esta noche él volverá, cansado, arrepentido, con la barba incipiente enmarcando su perfil de luchador romano, con la misma mirada que le recuerdo de la primera vez, cuando no tenía yo que andar día tras día luchando contra la voluntad de quererle. Y luego extenderá esas manos con las que amasa arena y cemento y, sólo para mí, obrará el milagro de transformarlas en guantes de seda. Y entonces cerraré los ojos y, por un momento, dejaré de ver las manchas indelebles de la grasa sobre la pared.


VIOLENCIA DE GÉNERO

Han tenido que pasar muchos años para que yo comprendiera lo que guardaban en su trastienda los afligidos ojos de mi madre. Aquellos ojos que lloraban, haciendo aún más terrible su pena inconsolable. Las lágrimas iban acompañadas de un nombre, el de mi padre, susurrado a mi oído con un tono maldito que me helaba la sangre, mientras sentía como ella se estremecía ante el estruendo terrible de un portazo o de un puñetazo descargado encima de la mesa, entre los platos preparados para comer. Ella me abrazaba, me apretaba fuerte, muy fuerte, contra su pecho, a mí, que estaba tan asustado por todo lo que veía. Y yo la creía, refugiado al amparo seguro de aquellos brazos, en su regazo amplio y cálido, como el niño que era y que la amaba, mamando a diario aquella leche amarga: el odio sordo hacia aquel hombre que gritaba y cuya maldad no me atrevería nunca a cuestionar. Y ahora que han pasado los años atisbo la realidad que ocultaba esta mujer dentro de sus ojos amargados. Y aquella leche infantil se me atraganta. Y sé que nunca podré perdonarla.


¡NO!
 
Esta noche he soñado que mi padre lloraba. Yo tomaba su cara entre mis manos y le pedía que no lo hiciera: “No llores, papá, por dios, no llores”. Y le acariciaba esa piel que tanto tiempo hacía no tocaba, densa y ondulada. Sé que mi padre está llorando. Que está allí solo. Que tal vez quiera morirse, pensando enloquecido en el daño que me ha hecho. Esto es lo único que me duele: no haberlo visto desde entonces. Que no sepa que todo está bien, que comprendo, que hay cosas que están llamadas a ser como han sido, que no se haga más daño. Que descanse. Que le quiero. Que ha cometido sólo un error en su vida. Que ha caído en la trampa. Sólo eso. Que yo sé que ya no podía más. Que sé que su vida estaba preñada de impotencia. Esta noche él no habrá dormido. Yo sólo he conseguido hacerlo un poco, cuando han hecho efecto las pastillas que me han obligado a tomar. Durante ese breve rato me he aliviado de la culpa que siento por haberlo dejado tan solo. Viviendo mi vida. Evitando encontrarme con él para no tener que escucharlo. Para no tener que saber. Esa culpa de la que no podré desprenderme mientras viva. La pena que me acompañará todos los días que dure su condena. La condena que le impondrán los otros. Los que sin saber nada, dicen saberlo todo. Hoy será el entierro. Es seguro que habrá un montón de cámaras y me han dicho que vendrá alguna representante del Instituto de la Mujer. Y debo estar preparada. Quiero mandarla a la mierda.


©Belén Garrido Cuervo - 2012

viernes, 22 de junio de 2012

San Juan de Letrán.

Armando, la ciudad desde acá arriba se ve enorme. Su cielo no es azul completamente, en las orillas de sus horizontes se alza un color ocre, muy espeso. Lejanas figuras a trasiego se mueven sin dirección a todas partes, como la interminable fila de autos que en su interior encierran a otros seres inyectados de rabia y frustración.
Marcho hacia la muerte… Qué tristes se ven estas calles de San Juan de Letrán.

Sus compañeros habían muerto, la mayoría acribillados por las balas del enemigo. Armando presentía que ya le tocaba y tenía que morir en iguales condiciones. Tomó su fusil, se puso el casco, caminó decidido a su cita mortal. Los miedos, los recelos y las malditas dudas no agobiaban su maltrecha mente. Permanentes horas de vigilia tuvo para recorrer con calma su insípida existencia gris y sin suerte. Lo único bueno fue enrolarse en el ejército; lo máximo, pertenecer a un grupo de élite, donde todos los muchachos veían una buena oportunidad para salir del montón, no ser uno más en las estadístiticas… Al menos, eso pensaba.
Su muerte sería recordada con veneración, como una celebración viva de quien murió defendiendo la causa de la libertad… ¿Libertad, de quiénes? Eso no importaba, a él le vendieron esa idea y la iba a defender aun a costa de su vida, el mejor regalo que dejaba como herencia a su raza en tierras extrañas.
Con la firmeza que da la determinación de una muerte segura y gloriosa, se reunió con los otros infantes; roto el último reducto del enemigo, ahora dispersado, solo ofrecía resistencia por medio de esporádicos francotiradores que, a decir verdad, daban más dificultades que las tropas en conjunto. Armando fue testigo de las bolsas negras que trasportaban los cuerpos inertes de sus amigos casuales, de aquellos con quienes compartió la ilusión de ser algo y alguien.
Avanzó unos pasos. Oleadas de metralla se escuchaban a lo lejos, como interminables plegarias del holocausto que se paga por una paz que se niega a morir o sobrevive solo en las mentes de los fanáticos.
Armando se aferró a esa idea, sus manos sudaban abundantemente, su corazón no dejaba de latir con ruidosa excitación, segundos muy largos, más de lo normal, en cuanto tuviera en la mira al odiado enemigo desataría todo su rencor, su resentimiento, su frustración. Todos los demonios que la Humanidad esconde detrás de una figura sana y limpia. Matar, matar y destruir, solo así sería digno de ser llamado prohombre. Pero no sucedió nada de eso; de pronto algunos vehículos blindados aparecieron al final de la calle, descendieron de ellos varios contingentes de soldados y un oficial militar dio voces a los conscriptos para que se retiraran de la zona y se presentaran a sus mandos. La guerra para ellos había acabado; para algunos ni siquiera empezó. Las fuerzas de la Organización de las Naciones Unidas tendrían ahora el control pacificador del área conflictiva… ¡Cuanta mentira y demagogia en un solo discurso!
De regreso a casa, ya sin uniforme, sin armas ni bandera que defender, se siente más alejado, más excluido, más humillado en ese inmenso suburbio, pues todo quedó encerrado en su ser. No bastaba con vencer sino que había que arrasar todo rastro de supervivencia. El mundo tenía que saber que sin exterminio los holocaustos nunca terminarán.

Ciudad de México. Una granada de fragmentación estalla en medio de la multitud; varios muertos y decenas de heridos es el saldo de tal atentado. Se presume que el ataque proviene de los carteles del narcotraficante en pugna…

En la casa del inmigrante mexicano llamado Armando Fuentes Nadal, una madre llora. Su hijo, en una hoja escrita, le pide perdón por lo que va a hacer pero es la única forma de acabar su propia guerra. Le deja una bandera extranjera y una medalla metálica, en un idioma que ella nunca entenderá.

Fin

15 junio 2012

con la valiosa correcion de panchito, el maestre

sábado, 2 de junio de 2012

SOLO DE NOCHE VIENE LA LUNA

Primera parte

Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas. Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra, y para señorear en el día y en la noche, y para separar la luz de la tinieblas. Y vio Dios que era bueno, y fue la tarde y la mañana el día cuarto. (Génesis 1:14-19).

Luna

Cuando desperté, tuve que volver a soñar, a inventar una nueva forma de ser yo y no tú; empresa difícil para un hombre que vive en la luna. Tomé un café frío, mordisqueé lo que me dejó la rata nocturna, tomé mis llaves y salí rumbo al trabajo. En mi Vocho 87 seguí soñando con tu piel, con tus ojos amielados, con el roce de tu dedo índice recorriendo mi frente. Por poco me estrello ensoñando con tus medias de cera deslizándose al piso… Y pensar que solo es fantasía, nada existe, solo en mi mente pues nunca te he visto. Quise llorar. ¿Pero de qué? ¿Para qué? No, mejor contuve mis ansias; total, qué mas da, acaso tienen sentido algunas cosas; no, yo creo que no, carece de toda congruencia y más cuando nada existe en la realidad. Llego un poco tarde; mejor ni checo, me quitarían compensaciones en mi sobre. Suspiro… qué estúpido me veo, qué absurdo me escucho, si al menos me atreviera a pasar el umbral de mis deseos… ¡Pero no! Sería correr riesgos y no puedo; pienso esto mientras dirijo los cientos de kilos arriba del suelo. Mientras, con la ayuda de los demás acometemos el duro trabajo de todos los días. Aquí, encerrados, avistamos de lejos el correr de los años. Qué frágil es la vida, qué diminutos somos cuando sobre nuestras cabezas se levantan tres mil kilos… ¿Y no sobrevivimos? Nadie puede sobrevivir al peso de muchas ideas; las hormigas levantan más peso y no se mueren. ¿Por qué? Tú sí… no te entiendo y poco hago para entenderte más. Alguien me avisa que ya es hora de ir a comer. Se los agradezco; los detesto pero se los agradezco. Llevo un periódico de muchos días que poco a poco leo; me entretengo mucho en las banalidades de los que tienen mucho y carecen de materia gris. O de esos políticos que solo piensan en su beneficio. Cuánta podredumbre, cuánta ignominia; en eso pasa un perro tan flaco que pronto se caerá. ¿Y nosotros, qué? Escupo lo que de niño oí de mi padre: «Hijo, la vida es así». ¿Así? ¿Así cómo, de sucia? ¿De monótona? ¿Simple? ¡No! Eso no; qué ganas de inventar tonteras, palabras y luego amontonarlas… si me viera mi padre sin duda moriría de nuevo. Llevo su nombre como un lastre al cuello. Podría hacer mas soliloquios, pero ya me aburrí, me fastidio pronto de ser como soy… pobre diablo. Regreso al trabajo (¿a dónde más puedo ir?), hago como que hago pero no hago nada, nada pienso, nada soy… y sin embargo siento los muchos dolores de las nostalgias, de los años ya viejos. Después de esta odiosa espera, marcho a mi casa en donde me espera más nada, todavía… Cuánta alegría se le escapa a las calles de mi barrio, porque adentro de los hogares solo quebrantos se respira. Qué ganas de inventar puras cosas negras en mi pensamiento. Son las nueve en punto y pronto aparecerás en mi ventana. HAGA CLIC PARA EMPEZAR, me aconseja mi única puerta a la realidad de mis sueños. Y ahí voy, una vez más a perderme en tus letras, en tus sinsentidos. Tecleo un poco más y ya entré en tu cuerpo.
«Dime, ¿qué es mas humillante: pedir o no dar?».
«No lo sé».
«¿No sabes qué?».
«No sé nada».
«¡Ayyy!».
«¿Te disgusta eso?».
«¿Qué?».
«¿Que no sepa nada?».
«No, ¿cómo crees?».
«¿En serio?».
«Síiii».
«¿Qué haces?».
«¿Yo?».
«¡No, mi vecina!».
«jajaja, pues te leo».
«¡Qué bien!».
«¿Y tú?».
«También, leyéndote».
«Qué bueno…
¿cómo te fue?».
«Bien. ¿Y a ti?».
«Igual, bien».
«Qué bueno».
«Somos muy buenos, ¿verdad?».
«Ja ja ja ja».
«Bueno, ya es tarde. Me tengo que ir…».
«¿Tan rápido?».
«El trabajo, tú sabes, tengo que alzar miles de kilos y pues…».
«Sí, bueno, ¡te cuidas!».
«Gracias… ¡Chao!».
«¡Bye!».
«¡Oye!».
«¿Sí?».
«¡No te vayas aún!».
«¿Por qué?».
«Hay tantas cosas que se quedan sin decir… pero será mañana… ¡Bye!».
«No te enojes… ¡chao!».
De nuevo el clic y por esa vez se acaba el cuento. Son más de las de las tres de la mañana… los ojos, la cara, todo yo: es una sombra que cae de golpe en la subconciencia de un nuevo día.

Segunda parte

La tibieza de tu muslo derecho, el calor de alguna parte de tu cuerpo; el leve contacto que acelera los latidos, detiene la respiración tranquila y pausada. Niego cerrar los ojos sin musitar tu nombre: Luna. Y bien es cierto que no me atrevo, no puedo… Y pienso que tú igual no puedes. Llueve en el Sureste y llueve en mi corazón; hay damnificados allá y vacío en mi cuarto. Escribo en trozos de papel que luego tiro al bote de la basura. Hoy te impregnaste más con ese perfume de marca o es la insistente memoria de hacerte presente en mi camino. Nada más. Un día te pregunté si mi nombre te provocaba desvelos. Dijiste que sí, que varias veces después de estar tres horas seguidas escribe y escribe ante el teclado todavía te quedabas otras tres monosilabando. Me reí, te lo merecías; yo paso todo el día en ese raro estado vegetal. La subconciencia, según dices. Los cerros de mi ciudad son residencias de las estrellas. En la noche se convierten en luciérnagas que prenden sus foquitos inmóviles. ¿Lo sabias? ¡Qué vas saber tú! Si desconocemos el lugar donde vivimos. ¿De dónde provienen nuestras voces escritas? ¿Qué día es hoy? Lunes, martes, miércoles… ni lo sé. Por la presura de la gente adivino que es viernes, pero la nostalgia de esas novias esperando en sus puertas a sus amantes me indica levemente que es sábado… ¡Creo que sí, que es lunes! Mi Vocho 87 amaneció sin gasolina. ¿Se acabó? O algún prángana me la chingó. Sea como fuere, hoy tampoco voy al trabajo. 00 44 55 11 39 19 24, son muchos números para recordar y ya perdí el papelillo donde lo tenia anotado… ¡Ni modo! Seguiremos agarrados del limbo, como esas criaturas aladas y desnudas que la gente se obstina en llamar ángeles. Sigue lloviendo en el Sureste, la gente se moja y llora, como si no fuera ya demasiado el agua que cae del cielo para que ellos aún dejen abiertos los grifos de los ojos. No lloro, no debo, ¿para qué? Con eso no se come, solo sirve para dejar más sedienta al alma; mejor me echo a reír con las ocurrencias que inventas:
«Nop… Sip… Mikelaa… Uupss… Woo…».

Son solo unos cuantos de los muchos que usas para adornar tu ventana nocturna. Imagino lo que tú imaginas; sueños diferentes… más larga distancia.
«¿Cómo te fue con tu cónsul?».
«Aún no hallo lugar…».
«¿Y tus pacientes?».
«Pobres, los he dejado colgados».
«¿Como calcetines en el tendero?». «¡Sip!». «jajajaja».
«Hoy me pasó algo chistoso».
«¿Que?». «Es largo de contar».
«Pues abrévialo».
«No sé si deba».
«¿Por qué?». «A mí no me pasó, solo lo vi».
«Cuéntamelo».
«Bueno, ¿quieres?».
«Sip».
«Mira, resulta que un hombrecillo entró a vender chucherias de pulseritas y anillos de imitación pero nadie le compró… y se puso a llorar».
«…». «¿Qué pasa?». «…».
«¡Oye! ¿Estás ahí?».
«Sí… pobre».
«Sí, yo también lo pensé».
«Bueno, me voy…».
«Anda, que descanses. ¡Chao!».
«Bye».
«Chaooo».
No sé si me causa más molestia el dolor del hombrecito o la mortal pérdida de las conciencias. Un calambre en la pierna derecha me hace olvidar esto último. Mi reloj tiene varios meses sin bateria; soy como ese reloj sin pila: no tengo idea del tiempo; a lo mejor del espacio y el lugar pero ya no del tiempo.

Tercera parte

Solo de noche viene la luna. Dicen los que saben que la luna influye a los hombres como a las mareas. Yo creo que sí es cierto, pues cuando la luna esta arriba y grande yo quedo inerme a tus emociones; pierdo el eje de mi mundo. Si de por sí digo incongruencias, en este estado de sumisión soy aún más vulnerable. Tú, que eres psicóloga, explícame bien esto. ¿Por qué la luna juega con nuestros mares internos? ¿No lo sabes? ¿Te parezco lunático, todo lo que te digo? Por eso lo digo. Asómate a la ventana; sal afuera de tu casa y verás que hay luna llena… ¡Ya la ves! Estoy cansado, fatigado; escribo demasiado aprisa y casi no razono todo lo que digo. Dios, ten compasión de este pobre diablo, tu misericordia es gratuita y necesariamente deseo algo que no me cueste, algo que me regalen.
«¿Todavía estas ahí?».
«¿A dónde más?». «¿Sigues molesta?».
«No… ya comprendí que eso a ti no te aflige».
«¿En serio me conoces?». «Tus palabras te desnudan, te dejan en cueros…».
«No sigas. No me des cuerda».
«¿Darte cuerda?».
«¿Y tus pacientes?». «¿Qué tienen mis pacientes?».
«Son humanos…».
«Sí, la mayoría… jijiji».
«La mayoría…».
«¿Y tú sigues cansado?».
«Un poco, solo un poco…».
«¡Ajá!».
«¿Te disgusta?».
«No, para nada, solo que hoy deseaba platicarte unas cosas pero como estás, la verdad, hasta las ganas se me fueron…».
«Perdona…».
«Ya te dije que no hay problema…».
«Como digas». «¡Bye!».
«¡Oye! Espera…».
«…».
Son las dos de la mañana y solo me quedan un par de horas para dormir. Cada vez me borro o desdibujo; los ruidos de la noche son lejanos ecos de mi corazón. Las noticias de ayer son las de hoy… qué raro suena todo esto. Al menos me deshice de ti por un par de horas; juro que no, que hoy no abriré tu ventana. Quedaré oculto tras mis cortinas mientras pasa la luna llena. Y las mareas de mi alma se vuelvan a calmar… Me engaño: te has convertido en la droga que necesito para vivir.

Cuarta parte

Mi vecina es una mujer de mas de cuarenta, exactamente de cuarenta y dos años. Es de Chihuahua, pero por azares del destino vino a parar acá, a México; yo no entiendo bien cómo pudo ser esto pero me alegro que haya sido así. Esa casualidad me dio la oportunidad de toparnos en nuestros caminos. En una ocasión, al llegar a mi cuarto, tropecé con dos pares de ojos, entre nostálgicos y curiosos. «¿Vives aquí?», me interrogaron. «Sí, aquí vivo», contesté sorprendido. «¡Niños! No molesten al señor…», escuché una voz femenina con un claro acento del Norte. Me volví aún más sorprendido. «Buenas noches, señor». «Hola», fue mi saludo. Tanta solemnidad solo me disgusta, no es de mi agrado y ella, la que iba hacer mi vecina, se percató muy bien. «Yo me llamo Silvia». «Que bien. ¿Aquí vas a vivir?». «Sí… claro, si no le molesta». «¡Cómo crees! Por mí, encantado. Lo que pasa es que a Doña Naty nunca le han gustado los niños». «Bueno a estos tendrá que quererlos; después de todo son sus sobrinos». «Ah, ¿tu tía? Órale, qué buena onda. Bueno me voy, que estén bien». «¡Gracias!». «De nada, Silvia, estamos para servirte…». Sí, cómo no. A final fue ella quien me sirvió: me ayuda, me cuida, me atiende y me procura siempre… sin pedir nada a cambio. Sus hijos me llaman cariñosamente «padrino»; para mi son una molestia (nunca me han gustado los niños; mis hijos los tolero por que ya son mayores y viven lejos). Pero en fin. Mi vecina una noche al calor de las copas de sidra, me platicó su historia; creo que fue un quince o un veinticuatro, no me acuerdo bien. Dice que su marido, el papá de sus hijos, se fue más al Norte, pasando al Sur, con la ilusión de un futuro mejor; la abandono a su suerte y después de un tiempo ya no le escribió más. Se llegó a enterar que allá en los EE.UU. el papá de sus hijos rehizo su vida con una güera desabrida, sin impórtale nada ni nadie, ni ella ni sus hijos. Lejos de caerse, se vino a México; no soportaba la lástima que su familia le obsequiaba; eso a mí me consta. Es luchona y trabajadora. De carácter alegre y jovial, a veces me regaña e insiste en que lleve una vida más ordenada, lo cual es lo menos que deseo. -«Ay, comadre, ¿para qué?», le digo yo, «si lo único que deseo no lo tengo aquí». Alzo los ojos al cielo. «Por que usted es un zacatón de primera, compadre», me repite con ese acento que tanto me gusta; la voz de mi vecina es una melodía de timbres extranjeros. En ocasiones la descubro cantando mientras friega la ropa de todos; según ella la vida es mejor cantarla que chiflarla. Como sea, mi vecina es una buena mujer… «Pero escucha, no tienes por qué sentir celos, entre mi vecina y yo nada puede haber mas de lo que hay: una multitud de luces encendidas». Un beso, un solo beso cruzó los pensamientos y al vernos a los ojos supimos que éramos almas gemelas. Los dos estábamos dolidos, los dos cargábamos desamores, no podíamos permitir que lo único bueno de los dos se perdiera por nimiedades. Lo que subsiste es una tierna promesa de estar siempre ahí, presentes, por lo que se vaya a servir. En el fondo, mi vecina aún ama a su ausente. ¿Y yo? Yo no tengo a quién amar.

Quinta parte

Podría describirte una y otra vez el trayecto de aquí al trabajo y del trabajo para acá pero ¿tiene sentido? Solo mero pretexto de llenar hojas para cumplir con un requisito tonto. Pero sin embargo lo haré; no quiero ser descortés con alguien que me toma con seriedad. Después de dos meses, todo llega a su fin. Por falta de pago de la luz y el teléfono, me los cortaron; vinieron unos hombrecillos gordos pero anémicos y sin más ni más extirparon mis arterias. Mi vieja Pentium 1 enmudeció, quedo sin espíritu. Exhaló. Y te soy sincero; me alegro. Ya no puedo seguir muriendo cada que la luna aparece en mi cielo. Ya no soy capaz de inventar más palabras. Mi mente se secó; como el mar de la tranquilidad que asemeja una calavera fúnebre. Me quedo ciego y mudo, pero prefiero este destierro a seguir soñando un sueño cruel. Porque bien conozco mis limitaciones, mis pobres costumbres y la raquítica fortuna que en mí hay. La luna está muy alta y chaparras mis ambiciones; renuncio a ello y espero como simple mortal la luz nocturna para prender mis pesadillas. Puros epítetos uso como despedida, no soy capaz de avanzar ni dos frases entrelazadas. Ha sido la noche mas larga de mi vida… Pero al fin el sol salió.
«¿Te vas?».
«¿Como la canción?».
«Sí, como la canción».
«Las despedidas son para los tontos».
«¿Qué más tontos somos nosotros?».
«Lo suficiente como pensar que esto puede ser amor».
«¿Y lo es?».
«…».
«Me voy. Solo que… nada, me voy».
«¿Te acuerdas?».
«No, hace tiempo que olvidé todo lo de astronomía».
«Tú eres Marte, yo soy Venus.
«Te confundes, eres luna».
«¿Y tu? PSD».
«Creo que sí. Sí, ya recuerdo. Todo empezó con un clic, una rara casualidad, como casual es casi todo. Y tu nombre es…».
«¡No! ¡Basta! Es verdad, tienes razón estoy confundida. Nada es cierto, solo es mentira cibernética… pero fue hermosa esta mentira».
«¿Habrá mañanas sin sol, como luego hay noches sin luna?».
«¡Bye!».
«¡Chao!».

Tecleo mi máquina, ya sin efecto ni defecto. Mis mensajes se quedan estacionados en mi imaginación, las penumbras de una noche sin luna aturden mis miedos… ni a quién decirle chao, ni dónde escuchar un chillón bye.




FIN

correccion por DAN

sábado, 26 de mayo de 2012

Mi primera vez

Fue fantástico, tal como pronosticaron, ¡genial! Seguí las indicaciones al pie de la letra y lo conseguí sin problemas.
Los gritos sensuales de ella (más de lo que mis catorce años de edad suponían; incluso, llegué a preocuparme temiendo que algo grave le pasaba y faltó poco para que saliera de allí en busca de ayuda), exacerbaron mi excitación.

Fue rápido, pensé que tardaría más, pero mis maestros (en este caso, amigos mayores que gentilmente me prepararon para la ocasión para que no fallara) ya lo habían anticipado: “El primero no dura mucho, con el tiempo y la práctica lo dominarás y prolongarás”.
La verdad es que no fue difícil seguir sus consejos, no era cosa del otro mundo como llegué a pensar. “Debes mover tu cuerpo de esta manera, y las manos (primordial) de esta otra, debes apretar con fuerza o no sentirás lo mismo, no lo olvides”.
Bien, todo salió perfecto. En lo que se quedaron cortos mis amigos fue sobre la descripción de la reacción que tendría la muchacha al obtener el orgasmo, porque sucedió igualito que en las películas calientes que había observado a escondidas de los mayores; aunque en vivo es otra cosa, es diferente, pone la piel de gallina, es emocionante verla delirar en directo al compás de un pesado cuerpo encima; ella actuó como cuando mi tía la epiléptica sufre de un ataque, haciendo que mis vellos se erizaran. Mi organismo, sobre todo el miembro, fue invadido por una increíble e indescriptible sensación de placer al tiempo que se hinchaba y expulsaba con furia algunas cuantas gotas de hombre. La chica, que alcancé a percatar que perdió el color, sonrió, suspiró y luego cerró los ojos, exhausta.
Bueno, cuando todo acabó, no perdí tiempo, debía salir a contarlo a mis amigos, los cuales sabía que esperaban ansiosos por los detalles. Quité los ojos de la rendija, con cautela para no delatarme, me subí la bragueta y salí pronto del cuarto, testigo solitario de mi primera vez.

Mi primera vez de verdad

Bueno, después de mi primera experiencia sexual, me preparaba para debutar a fondo en las cuestiones del amor, pero ahora sí acompañado por una integrante del sexo opuesto, tal como debía ser.
Había practicado en forma enfermiza con mi miembro. Así, por una parte, cumplía con uno de los requisitos que mis amigos recomendaron dizque para hacerlo crecer, engruesar y fortalecer sus músculos cavernosos, lo cual permitiría que no defraudara a una futura pareja en el momento cumbre, pero a la vez yo disfrutaba al máximo cada movimiento que paso a paso iba dejando atrás mi niñez y dándome a conocer sensaciones inimaginables. Uno aprende tácticas para divertirse a solas, como hacerlo en seco en el cuarto, o con champú en el baño, ojeando revistas X, o fantaseando con la chica más linda y sexi del barrio. Pero tengo que confesar apenado, muy apenado, que con mi primera experiencia quedé un poco traumatizado, pues a partir de allí me excitaba cuando a mi pobre tía le daba un ataque de epilepsia, y mientras mis padres salían prestos y angustiados a ayudarla, yo corría en dirección contraria, al baño, a darle rienda suelta a mis ansias, pues sus movimientos agónicos y desesperados me traían sensuales recuerdos. Entonces, cuando desahogaba mi calentura, sentía remordimientos y le pedía perdón a Dios, e incluso, algunas veces hice penitencias como ayunar durante una semana para expiar los pecados, y hasta prometía no usar la mano por varios días, promesas que por lo regular terminaba fallando. Estas cosas ( lo de mi tía) me preocupaban, sentía que estaba enfermo, era sucio que me excitara cuando la vida de ella estaba en peligro, y más cuando yo deseaba ser médico, no me quería imaginar erecto cada vez que observara a un paciente invadido por convulsiones. Mis amigos me aconsejaban que tratara de superar, a como diera lugar, tamaña aberración (se los había confesado), pues ¿Qué tal que un día de esos estuviera con mi tía en la calle y ella sufriera de un ataque?, ¿dónde me metía?

De mi grupo, el único que faltaba para estar con una mujer era yo, y no dejaba de preguntarle a los demás si era diferente a hacerlo uno con la mano, y como respuesta siempre expresaban: ¡Uff! Ellos a su vez deseaban saber si yo ya expulsaba algo por el miembro, que si ya me había desarrollado, y yo respondía con orgullo que con al pasar de los días brotaba con más potencia, y más cuando por alguna circunstancia, poco probable, pasaba horas sin hacerlo. Entonces me recomendaron que tomara mucha avena para que espesara, y así impresionaría a la primera chica que llevara a la cama; “hay que enviarlas enseguida directo al baño”, explicaban sonrientes. 
Las consecuencias positivas de las constantes prácticas en el baño empezaron a notarse, mi timbre de voz comenzó a escucharse paulatinamente más grueso y mi órgano, en efecto, a agrandarse, ya tenía que abrir más la mano para manipularlo. Mi vientre y partes intimas se llenaban gradualmente de vellos, que por consejo de mis amigos afeitaba constantemente para que retornaran frondosos; la idea era tratar de verse lo más varonil posible.

Entonces llegó el momento tan esperado. El instante soñado. Juanita, de dieciséis años, sería la encomendada para convertirme en hombre. Mis amigos se encargaron de hablar con ella; lo normal es que yo lo hiciera, pero mi timidez fue un obstáculo. Ella estuvo de acuerdo a cambio de una módica suma, cinco mil pesos, y que yo jurara que no abriría la boca después. Con Juanita no había nada que temer, pues no era virgen y eso evitaba que de ser descubiertos me obligaran a casar con ella. Eso sí, me recomendaron no olvidar que tenía que vaciar afuera el producto de la pasión, no fuera que la barriga de ella se inflara por mi culpa y me viera envuelto en líos. En cuanto a esto último, analicé, debía estar alerta, un amigo del vecindario que sólo contaba con dieciséis años preñó a su novia y en consecuencia tuvo que irse a vivir con ella, le tocó abandonar los estudios y trabajar duro para mantenerla, descargando camiones en el mercado. Aunque en el sector se rumoró que la barriga de su novia se la hizo otro, Rubén, el casanova del barrio, que también fue quien la desvirgó y luego no quiso responder; según se cuenta, ella se acostó con Carlitos buscando en forma desesperada a un culpable para su himen roto y de paso a un padre para su hijo. Carlitos nos cantaría después que ella gritó mucho la primera vez que se acostó con él, pero que no botó sangre, Rubén lo tranquilizó diciéndole que no siempre sucedía así, que varias de las que desvirgó tampoco derramaron sangre y a otras ni siquiera les dolió. Ese Rubén siempre se salía con la suya, del barrio fueron pocas las que no cayeron redonditas en sus brazos, él fue también quien desvirgó a Juanita; la verdad es que lo envidiaba, mujeres a la lata es lo que necesitaba yo para no tener que pasar metido en el baño. 
Juanita era linda y tenía un cuerpo escultural, lástima que era muy alborotada, creo que del vecindario sólo faltaba yo para amarla. Sus pobres padres ignoraban la realidad y la cuidaban en exceso, si uno la visitaba enseguida colocaban reglas; que las sillas debían estar muy separadas, que por ningún motivo podían tocarse, y la madre o el hermano mayor se ubicaban cerca para estar pendientes de lo que sucedía, no se levantan hasta que el visitante no se marchaba. 
El sitio de mi encuentro con Juanita sería en el patio de la casa de Rubén, en horas de la noche. Era un patio muy grande y contaba con muchos árboles, en caso de que apareciera de improviso un intruso se contaba con el tiempo suficiente para escabullirse. El momento crucial llegó y desde que salí de mi casa iba tan erecto que caminaba con dificultad. Ella se presentó con una falda muy corta, sonriente me explicó que esa era su prenda preferida para esas situaciones, no había que quitársela, y como acudía sin pantaletas, sólo tenía que levantarla, así si se presentaba un imprevisto, nada más la bajaba y listo. Yo estaba tan excitado que mi miembro amenazaba con salirse del pantalón a la fuerza, destrozándolo. Ella me exigió el pago por adelantado, al recibirlo sonrió satisfecha y luego se acostó en el suelo, sobre una estera que Rubén gentilmente colocó para la ocasión, levantó su falda y abrió totalmente las piernas. Ver su velluda humanidad (así se acostumbraba antes) casi me provoca un paro cardíaco; entonces me dijo con un tono sugestivo: “Ven pronto, muñeco, no temas, soy toda tuya”. A toda prisa bajé mis pantalones y noté que sus ojos brillaron al conocer mi dimensión. No niego que me encontraba nervioso y hasta sentía un poco de vergüenza mirar su parte, ella lo intuyó y por eso dijo en tono casi arrullador: “Bebé, puedes mirar y tocar todo lo que quieras, pagaste por ello”. Aunque asentí no dejaba de temblar, sin embargo vencí los temores y me subí sobre ella, primero traté de besar su boca siguiendo los consejos de mis amigos, un buen preámbulo es una segura segunda cita, pero ella lo rechazó arguyendo: “Besos no, eso nada más lo hago con mi novio, pero puedes chupar los pezones”. Obedecí sin chistar y ella empezó a gemir, otra vez era algo parecido a lo de mi tía la epiléptica; entonces susurró: “Chúpame abajo, pronto”; quedé estático, Rubén no me había hablado sobre eso; Juanita insistió, balbuciendo: “Si lo haces te devuelvo mil pesos”, yo permanecí mudo e indeciso, ignoraba con qué me podría encontrar allá abajo, no estaba preparado ni tenía la mínima idea de cómo se hacía, por ello moví la cabeza con sutileza de lado a lado; Juanita no se dio por vencida: “Bueno, te devuelvo dos mil, ¡o hasta tres!, no me pidas más porque pienso comprar otra falda con lo que me quede”, volví a rechazarla (al contarle después sobre el episodio a Rubén recibí un fuerte regaño, a la mujer hay que complacerla en todo, encoñarla; desde allí me he convertido en un experto; ¡atentas, chicas!), Juanita, colocando cara de frustración, expresó: “¡Tonto!, ¡no te dejas enseñar, eso te hubiera facilitado las cosas; está bien, entra!”. Entonces busqué su orificio, pero cuando me aprestaba a empujar, me contuvo… “¡Detente, es más abajo!”, seguí sus indicaciones, pero volvió a exclamar: “¡Quieto! ¡Ahí tampoco, eso vale mucho más, busca un poco más arriba!”. Empecé a sudar, impaciente; ella se desesperó... “¡Dame eso, yo me encargo!”. Tomó mi miembro y lo introdujo en fracciones de segundo en su humedecida gruta; jamás lo olvidaré, ¡estaba dentro de una mujer!, ¡ya era un hombre hecho y derecho! Pero más tardé en penetrar que en terminar, de nada sirvieron las prácticas a solas. Ella se percató y gritó enojada: “¡¡Idiota, apenas me acomodaba!!”. Entonces me empujó, se levantó y salió como alma que lleva el Diablo directo al fondo del patio donde había un grifo; al menos la avena no me hizo quedar mal.

martes, 3 de abril de 2012

Fábula del castaño y el olivo

 

Frondoso en el verano aquel castaño,
ufano de su copa y su follaje,
dijo al olivo: "No ha de ser buen paño
el que solo te da para ese traje".

Mas acercándose el final del año
y con él los rigores del invierno,
el aceituno quiso darle un baño
cuando vio los efectos del galerno:

"¿Qué fue de tu follaje y de tu terno,
del traje del que tanto presumías?
¿Acaso te pensabas que era eterno?

Si tus hojas son flor de un par de días,
mientras vas a buscarlas al averno
te esperaré yo aquí junto a las mías".


Fábula del castaño y el olivo ©Fernando Hidalgo Cutillas 2012

miércoles, 14 de marzo de 2012

Blanca Miosi y su Mundo: ¿Conocen el club literario LEA? "15 Relatos de aut...

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martes, 13 de marzo de 2012

La parada del 28

El pasado mes de febrero convocamos un Certamen de relatos breves entre los socios de LEA con el tema: la crisis. Se presentaron siete textos. No era competitivo, sólo un acicate para escribir sobre este objetivo. Éste es uno de esos textos.

___________

      Las paradas de autobús son lugares incómodos y desesperantes. Sin embargo, a base de coincidir día tras día, no es raro que se fragüen en ellas amistades duraderas, aunque casi siempre superficiales.

           Hace tiempo conocí a Luis, un hombre más o menos de mi edad que vivía en el mismo barrio que yo y también trabajaba por el centro. Todos los días laborables, a las siete y media en punto de la mañana, nos encontrábamos en la concurrida parada de la línea 28 de la calle Rosales. Un día comenzamos una conversación trivial —que si tarda el autobús, que si va a llover―, asuntos sin importancia que poco a poco derivaron hacia temas más personales. Y así empezó nuestra amistad.
      El trayecto en común duraba unos veinte minutos. Él se apeaba en la plaza del Ángel y yo seguía unas pocas paradas más, hasta la óptica donde trabajo. Luis era viudo; en un accidente de tren murieron su esposa y su único hijo, de eso hacía entonces unos cinco años. Trabajaba como encargado en un pequeño taller de relojería. Lo supe cuando se estropeó mi reloj y él se ofreció a arreglarlo. En correspondencia, le conseguí un notable descuento cuando tuvo que renovar sus lentes.
      Al cabo de un año más o menos, un día Luis no apareció. Ni al siguiente. Una baja médica, vacaciones... imaginé cualquier causa común, aunque en los días anteriores nada me había comentado. Hasta entonces siempre había avisado de sus ausencias. Durante un par de semanas esperé verlo reaparecer en cualquier momento, pero al mes olvidé el asunto. Deduje que así son estas amistades, un simple cambio de horario o de trabajo... y adiós.

      Han pasado casi dos años y no había vuelto a acordarme de él, pero ayer volví a verlo. Con algunos diarios bajo el brazo, caminaba despacio cerca del bordillo en la acera contraria y empujaba un carrito de la compra. Empezaba yo a cruzar la calle para saludarlo cuando él se detuvo frente a un contenedor de basura, lo abrió y comenzó a hurgar el contenido. Paré en seco como si hubiera chocado contra una pared invisible. Con la ayuda de un palo sacó algunas cosas, las puso en el carrito, que cerró con cremallera, y siguió su camino.
      Pasó frente a mí mirando al suelo, estoy seguro de que no me vio. No llevaba sus gafas. Algo más adelante se detuvo de nuevo junto a otro contenedor y repitió la operación, aunque esta vez no sacó nada. Lo vi alejarse mientras yo, pasmado, no sabía qué hacer. Seguí allí parado, mirándolo como un idiota hasta que desapareció tras los coches aparcados.
      Anduve hasta la parada del autobús. El reencuentro me había perturbado. Mientras esperaba hojeé el periódico para distraerme: “Urdangarín pasa la noche en La Zarzuela”, “Teddy Bautista reclama una millonaria indemnización”, “El Consejo de Ministros aprueba nuevos recortes y sube impuestos”… De pronto me sentí cómplice de una gran injusticia. Lancé el diario a la papelera y eché a correr en la dirección que él había tomado. A unas dos manzanas de distancia lo vi de nuevo, otra vez buscando en la basura. Me acerqué despacio; no se dio cuenta hasta que estuvimos a escasos metros. Me miró, entornando los párpados. Una profunda tristeza se dibujó en su cara. Esquivó la mirada, avergonzado. Llegué hasta él y le di un abrazo, ninguno de los dos dijimos nada. Noté sus lágrimas y no pude contener las mías, más de rabia que de pena. "Saldremos adelante, Luis, saldremos adelante".

La parada del 28 © Fernando Hidalgo Cutillas 2012

domingo, 26 de febrero de 2012

15 Relatos de autor

A principios de este mes de febrero el amigo Juanan propuso hacer un libro electrónico al que cada socio del Club de LEA aportaría un relato breve, y publicarlo conjuntamente en Kindle-Amazon. La idea nos entusiasmó y durante tres semanas hemos estado preparándolo. La participación fue completa: catorce de los dieciséis integrantes del Club se han unido al proyecto. Faltaron Clarinete, ausente de momento por felices causas familiares, y Sergio, por motivo similar.

Sumario

• La sirena,  por Belén Garrido Cuervo
• El crisol de los deseos, por Ricardo Durán
• La elegida, por Lautaro Volpi
• Comiendo diferente, por Maritza Soler
• Amores de sangre, por Antony Sampayo
• Dos, Tres, Uno, por Eduardo Krüger
• Diario de un suicidio, por José García Montalbán
• Katty por Blanca, Miosi
• El libro de la Verdad, por Alejandro López Fernández
• Indios y vaqueros, por Milagros García Zamora
• Rezos infantiles, por Jessica Castro
• Osiris, por Juan Antonio Marín
• Las dos Elenas, por Mario Archundia
• Jonás, por Mario Archundia
• La decisión, por Fernando Hidalgo

Desde hoy 26 de febrero nuestro e-book está disponible en Kindle Amazon. Os invitamos a conocerlo:

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Nuestro agradecimiento a Rosa Osuna por su magnífica portada.

domingo, 19 de febrero de 2012

Mujer del sur

Mujer del sur

A su paso deja estelas
de sensualidad, erotismo,
sus carnes morenas,
me llevan al encuentro
de la tierra caliente
del sur.

Sus duras caderas
ondulan mis deseos,
el talle no grueso,
no delgado
engruesa las miradas
de la gente concurrida
a este momento
de éxtasis sexual.


Su cabello negro
cae a los hombros,
como la noche
a la tarde
sus ojos son luceros
oscuros.

¡Oh mujer aborigen!
En tus pechos prietos
se acurrucan mis fantasías,
mis desvelos nocturnales.

Cual bella estampa
de mi tierra virgen
inhóspita, salvaje
semejas a las montañas,
los valles, los ríos
y los caminos que cruzan,
en tu memoria están clavados.

Tu piel huele a limpio,
a las mujeres de tu pueblo,
callado y despierto;
vivo, lleno de colorido
ancestral,
pasado que nunca muere.

Pues al parir sus mujeres
nace su historia.

miércoles, 25 de enero de 2012

La fuente de los tres arcos

Hola amigos.

Soy Juanan (Juan Antonio Marín Rodríguez). Quiero compartir con vosotros el relato con el que gané el Primer Concurso de Relato Corto Rioja 2011.





La fuente de los tres arcos



24 de septiembre de 2011

En Rioja ha amanecido un día gris. Una sensación flotaba en el aire: el aroma de Míriam. Cuentan que se aparece en los días de lluvia, en la fuente de los tres arcos. Unos la ven echando piedras en el agua cristalina; otros, caminar por la carrera de la fuente en dirección al río hasta desaparecer.

En mi mente resuena la voz de mi abuelo: “Cuando los nueve ojos vuelvan a llorar suplicando la verdad al ángel de la luz y vuelvan a rugir las aguas de la fuente de los tres arcos, la portadora de la esencia volverá a pasear por las calles”.

Como si fuese una profecía, esta tarde una fuerte tormenta ha caído con furia sobre Rioja. El puente de los nueve ojos, esbelto como siempre, resistía el empuje del encabritado río Andarax. Desde mi cuarto en el viejo caserón propiedad de mis abuelos, podía contemplar la catástrofe: naranjos anegados, cosechas echadas a perder y muchos más destrozos. Cuando el temporal arreció, la fuerza del agua arrancó de su quinto estribo un enorme bloque del medio punto. Sobre él creí ver una figura flotando en el aire, rodeada de un haz de luz, con las alas extendidas iluminando la hacienda de San Miguel. Horas después la luna se alzaba en el cielo.

El caserón está construido en medio de una finca de naranjos. La fachada principal se alza vigilante en dirección al puente; o tal vez sea el puente el que vigila la casa. El caserón apenas ha sufrido daños. Sólo la caseta de las herramientas ha desaparecido y, con ella, mis recuerdos. Si hay algo que realmente siento mucho haber perdido es mi entrañable bicicleta azul, con la que solía pasear junto a Míriam.

Salgo a caminar tras la lluvia. Me gusta el olor de la tierra mojada y el intenso aroma del azahar. Unos metros más adelante, enganchado en la rama de un naranjo, está mi mejor trofeo: una cinta de color rojo bordada con letras blancas “Míriam. Fiestas patronales 1984”. La brisa juega con ella, como reclamándola suya. Cuando la suelto se aleja, haciendo piruetas en el aire, y en el mismo instante en el que escucho su voz, una lágrima acaricia mi mejilla. Me siento sobre el césped mojado, perdido entre mis recuerdos.


24 de septiembre de 1986

El olor a pan recién hecho me despertó. Bajé corriendo a la cocina y allí estaba mi abuela preparando el desayuno. Sobre la mesa, zumo de naranjas recién exprimidas y ricas tostadas untadas con mermelada de melocotón. Después de desayunar solía acompañar a mi abuelo a la alhóndiga.

Por la tarde, consumida la siesta, estudiaba durante un par de horas. Siempre me las apañaba para acabar antes de las cinco. A esa hora solía salir a pasear con Míriam por el pueblo.
La grava del camino de entrada al caserón crujía bajo el rodar de una bicicleta. Siempre sabía cuando ella llegaba. Lo sabía por el olor que inundaba el aire. A azahar.
—Buenos días, señora Rosa. ¿Está Juan?
—Buenos días, Míriam. Está arriba, en su habitación. Espera y lo llamo.
Y mi abuela me llamaba con una dulzura entrañable.
—¡Juan, baja! Míriam ha venido.
Yo me hacía el sordo, me encantaba escucharla decir mi nombre.


La primera parada de nuestras aventuras era el parque infantil. Nos encantaba hacer competiciones para ver quién era capaz de volar más alto en los columpios. Después echábamos de comer a las palomas en el jardín que hay frente de la iglesia. Esperábamos hasta que las campanas anunciaran las seis de la tarde. Aprovechábamos el poco tráfico para hacer una carrera en bicicleta por la carretera hasta llegar a la placeta del barrio de la calle La Fuente. Allí descansábamos unos minutos, los suficientes para coger fuerzas y seguir pedaleando. Al final, la calle vuelve a unirse con la carretera. Girábamos a la izquierda donde, a unos escasos cien metros, se encuentra nuestro lugar favorito: la fuente. En ella nos bañábamos y disfrutábamos sintiendo el frescor del agua en nuestra piel.

Aquella tarde le tenía preparada una sorpresa. Iba a enseñarle un nido de verderones que había descubierto. Dejamos las bicicletas al final de la carrera la fuente. En un naranjo de la última hilera, pegado al muro del río, estaba el nido. El murmullo del agua sonaba con más fuerza que nunca. Míriam se subió al árbol y apoyó el pie en una rama seca que no resistió su peso. Cayó al río y la perdí de vista. Me asusté mucho y salí corriendo a buscar ayuda. Cuando llegamos al lugar del accidente, no había rastro de ella. Nunca encontramos su cuerpo.


24 de septiembre de 2011

Un fuerte trueno me saca de mis pensamientos. Cae una fina llovizna y estoy empapado. Me levanto y voy hacía el interior del caserón. Subo a mi cuarto y tomo un baño caliente. Me visto con un jersey azul y unos pantalones vaqueros.

Ya apenas llueve. Bajo al jardín, corto un par de rosas y, como cada noche desde hace años, acudo a la fuente. Deposito las dos rosas en el lugar donde nos bañábamos y lloro cuando siento una cálida caricia en mi mejilla. El olor a azahar me inunda. Al marcharme escucho susurrar mi nombre; giro y la veo pedaleando en su bicicleta. Del manillar cuelga una cinta roja.


© Juan Antonio Marín Rodríguez - 2011