miércoles, 25 de enero de 2012

La fuente de los tres arcos

Hola amigos.

Soy Juanan (Juan Antonio Marín Rodríguez). Quiero compartir con vosotros el relato con el que gané el Primer Concurso de Relato Corto Rioja 2011.





La fuente de los tres arcos



24 de septiembre de 2011

En Rioja ha amanecido un día gris. Una sensación flotaba en el aire: el aroma de Míriam. Cuentan que se aparece en los días de lluvia, en la fuente de los tres arcos. Unos la ven echando piedras en el agua cristalina; otros, caminar por la carrera de la fuente en dirección al río hasta desaparecer.

En mi mente resuena la voz de mi abuelo: “Cuando los nueve ojos vuelvan a llorar suplicando la verdad al ángel de la luz y vuelvan a rugir las aguas de la fuente de los tres arcos, la portadora de la esencia volverá a pasear por las calles”.

Como si fuese una profecía, esta tarde una fuerte tormenta ha caído con furia sobre Rioja. El puente de los nueve ojos, esbelto como siempre, resistía el empuje del encabritado río Andarax. Desde mi cuarto en el viejo caserón propiedad de mis abuelos, podía contemplar la catástrofe: naranjos anegados, cosechas echadas a perder y muchos más destrozos. Cuando el temporal arreció, la fuerza del agua arrancó de su quinto estribo un enorme bloque del medio punto. Sobre él creí ver una figura flotando en el aire, rodeada de un haz de luz, con las alas extendidas iluminando la hacienda de San Miguel. Horas después la luna se alzaba en el cielo.

El caserón está construido en medio de una finca de naranjos. La fachada principal se alza vigilante en dirección al puente; o tal vez sea el puente el que vigila la casa. El caserón apenas ha sufrido daños. Sólo la caseta de las herramientas ha desaparecido y, con ella, mis recuerdos. Si hay algo que realmente siento mucho haber perdido es mi entrañable bicicleta azul, con la que solía pasear junto a Míriam.

Salgo a caminar tras la lluvia. Me gusta el olor de la tierra mojada y el intenso aroma del azahar. Unos metros más adelante, enganchado en la rama de un naranjo, está mi mejor trofeo: una cinta de color rojo bordada con letras blancas “Míriam. Fiestas patronales 1984”. La brisa juega con ella, como reclamándola suya. Cuando la suelto se aleja, haciendo piruetas en el aire, y en el mismo instante en el que escucho su voz, una lágrima acaricia mi mejilla. Me siento sobre el césped mojado, perdido entre mis recuerdos.


24 de septiembre de 1986

El olor a pan recién hecho me despertó. Bajé corriendo a la cocina y allí estaba mi abuela preparando el desayuno. Sobre la mesa, zumo de naranjas recién exprimidas y ricas tostadas untadas con mermelada de melocotón. Después de desayunar solía acompañar a mi abuelo a la alhóndiga.

Por la tarde, consumida la siesta, estudiaba durante un par de horas. Siempre me las apañaba para acabar antes de las cinco. A esa hora solía salir a pasear con Míriam por el pueblo.
La grava del camino de entrada al caserón crujía bajo el rodar de una bicicleta. Siempre sabía cuando ella llegaba. Lo sabía por el olor que inundaba el aire. A azahar.
—Buenos días, señora Rosa. ¿Está Juan?
—Buenos días, Míriam. Está arriba, en su habitación. Espera y lo llamo.
Y mi abuela me llamaba con una dulzura entrañable.
—¡Juan, baja! Míriam ha venido.
Yo me hacía el sordo, me encantaba escucharla decir mi nombre.


La primera parada de nuestras aventuras era el parque infantil. Nos encantaba hacer competiciones para ver quién era capaz de volar más alto en los columpios. Después echábamos de comer a las palomas en el jardín que hay frente de la iglesia. Esperábamos hasta que las campanas anunciaran las seis de la tarde. Aprovechábamos el poco tráfico para hacer una carrera en bicicleta por la carretera hasta llegar a la placeta del barrio de la calle La Fuente. Allí descansábamos unos minutos, los suficientes para coger fuerzas y seguir pedaleando. Al final, la calle vuelve a unirse con la carretera. Girábamos a la izquierda donde, a unos escasos cien metros, se encuentra nuestro lugar favorito: la fuente. En ella nos bañábamos y disfrutábamos sintiendo el frescor del agua en nuestra piel.

Aquella tarde le tenía preparada una sorpresa. Iba a enseñarle un nido de verderones que había descubierto. Dejamos las bicicletas al final de la carrera la fuente. En un naranjo de la última hilera, pegado al muro del río, estaba el nido. El murmullo del agua sonaba con más fuerza que nunca. Míriam se subió al árbol y apoyó el pie en una rama seca que no resistió su peso. Cayó al río y la perdí de vista. Me asusté mucho y salí corriendo a buscar ayuda. Cuando llegamos al lugar del accidente, no había rastro de ella. Nunca encontramos su cuerpo.


24 de septiembre de 2011

Un fuerte trueno me saca de mis pensamientos. Cae una fina llovizna y estoy empapado. Me levanto y voy hacía el interior del caserón. Subo a mi cuarto y tomo un baño caliente. Me visto con un jersey azul y unos pantalones vaqueros.

Ya apenas llueve. Bajo al jardín, corto un par de rosas y, como cada noche desde hace años, acudo a la fuente. Deposito las dos rosas en el lugar donde nos bañábamos y lloro cuando siento una cálida caricia en mi mejilla. El olor a azahar me inunda. Al marcharme escucho susurrar mi nombre; giro y la veo pedaleando en su bicicleta. Del manillar cuelga una cinta roja.


© Juan Antonio Marín Rodríguez - 2011