sábado, 26 de mayo de 2012

Mi primera vez

Fue fantástico, tal como pronosticaron, ¡genial! Seguí las indicaciones al pie de la letra y lo conseguí sin problemas.
Los gritos sensuales de ella (más de lo que mis catorce años de edad suponían; incluso, llegué a preocuparme temiendo que algo grave le pasaba y faltó poco para que saliera de allí en busca de ayuda), exacerbaron mi excitación.

Fue rápido, pensé que tardaría más, pero mis maestros (en este caso, amigos mayores que gentilmente me prepararon para la ocasión para que no fallara) ya lo habían anticipado: “El primero no dura mucho, con el tiempo y la práctica lo dominarás y prolongarás”.
La verdad es que no fue difícil seguir sus consejos, no era cosa del otro mundo como llegué a pensar. “Debes mover tu cuerpo de esta manera, y las manos (primordial) de esta otra, debes apretar con fuerza o no sentirás lo mismo, no lo olvides”.
Bien, todo salió perfecto. En lo que se quedaron cortos mis amigos fue sobre la descripción de la reacción que tendría la muchacha al obtener el orgasmo, porque sucedió igualito que en las películas calientes que había observado a escondidas de los mayores; aunque en vivo es otra cosa, es diferente, pone la piel de gallina, es emocionante verla delirar en directo al compás de un pesado cuerpo encima; ella actuó como cuando mi tía la epiléptica sufre de un ataque, haciendo que mis vellos se erizaran. Mi organismo, sobre todo el miembro, fue invadido por una increíble e indescriptible sensación de placer al tiempo que se hinchaba y expulsaba con furia algunas cuantas gotas de hombre. La chica, que alcancé a percatar que perdió el color, sonrió, suspiró y luego cerró los ojos, exhausta.
Bueno, cuando todo acabó, no perdí tiempo, debía salir a contarlo a mis amigos, los cuales sabía que esperaban ansiosos por los detalles. Quité los ojos de la rendija, con cautela para no delatarme, me subí la bragueta y salí pronto del cuarto, testigo solitario de mi primera vez.

Mi primera vez de verdad

Bueno, después de mi primera experiencia sexual, me preparaba para debutar a fondo en las cuestiones del amor, pero ahora sí acompañado por una integrante del sexo opuesto, tal como debía ser.
Había practicado en forma enfermiza con mi miembro. Así, por una parte, cumplía con uno de los requisitos que mis amigos recomendaron dizque para hacerlo crecer, engruesar y fortalecer sus músculos cavernosos, lo cual permitiría que no defraudara a una futura pareja en el momento cumbre, pero a la vez yo disfrutaba al máximo cada movimiento que paso a paso iba dejando atrás mi niñez y dándome a conocer sensaciones inimaginables. Uno aprende tácticas para divertirse a solas, como hacerlo en seco en el cuarto, o con champú en el baño, ojeando revistas X, o fantaseando con la chica más linda y sexi del barrio. Pero tengo que confesar apenado, muy apenado, que con mi primera experiencia quedé un poco traumatizado, pues a partir de allí me excitaba cuando a mi pobre tía le daba un ataque de epilepsia, y mientras mis padres salían prestos y angustiados a ayudarla, yo corría en dirección contraria, al baño, a darle rienda suelta a mis ansias, pues sus movimientos agónicos y desesperados me traían sensuales recuerdos. Entonces, cuando desahogaba mi calentura, sentía remordimientos y le pedía perdón a Dios, e incluso, algunas veces hice penitencias como ayunar durante una semana para expiar los pecados, y hasta prometía no usar la mano por varios días, promesas que por lo regular terminaba fallando. Estas cosas ( lo de mi tía) me preocupaban, sentía que estaba enfermo, era sucio que me excitara cuando la vida de ella estaba en peligro, y más cuando yo deseaba ser médico, no me quería imaginar erecto cada vez que observara a un paciente invadido por convulsiones. Mis amigos me aconsejaban que tratara de superar, a como diera lugar, tamaña aberración (se los había confesado), pues ¿Qué tal que un día de esos estuviera con mi tía en la calle y ella sufriera de un ataque?, ¿dónde me metía?

De mi grupo, el único que faltaba para estar con una mujer era yo, y no dejaba de preguntarle a los demás si era diferente a hacerlo uno con la mano, y como respuesta siempre expresaban: ¡Uff! Ellos a su vez deseaban saber si yo ya expulsaba algo por el miembro, que si ya me había desarrollado, y yo respondía con orgullo que con al pasar de los días brotaba con más potencia, y más cuando por alguna circunstancia, poco probable, pasaba horas sin hacerlo. Entonces me recomendaron que tomara mucha avena para que espesara, y así impresionaría a la primera chica que llevara a la cama; “hay que enviarlas enseguida directo al baño”, explicaban sonrientes. 
Las consecuencias positivas de las constantes prácticas en el baño empezaron a notarse, mi timbre de voz comenzó a escucharse paulatinamente más grueso y mi órgano, en efecto, a agrandarse, ya tenía que abrir más la mano para manipularlo. Mi vientre y partes intimas se llenaban gradualmente de vellos, que por consejo de mis amigos afeitaba constantemente para que retornaran frondosos; la idea era tratar de verse lo más varonil posible.

Entonces llegó el momento tan esperado. El instante soñado. Juanita, de dieciséis años, sería la encomendada para convertirme en hombre. Mis amigos se encargaron de hablar con ella; lo normal es que yo lo hiciera, pero mi timidez fue un obstáculo. Ella estuvo de acuerdo a cambio de una módica suma, cinco mil pesos, y que yo jurara que no abriría la boca después. Con Juanita no había nada que temer, pues no era virgen y eso evitaba que de ser descubiertos me obligaran a casar con ella. Eso sí, me recomendaron no olvidar que tenía que vaciar afuera el producto de la pasión, no fuera que la barriga de ella se inflara por mi culpa y me viera envuelto en líos. En cuanto a esto último, analicé, debía estar alerta, un amigo del vecindario que sólo contaba con dieciséis años preñó a su novia y en consecuencia tuvo que irse a vivir con ella, le tocó abandonar los estudios y trabajar duro para mantenerla, descargando camiones en el mercado. Aunque en el sector se rumoró que la barriga de su novia se la hizo otro, Rubén, el casanova del barrio, que también fue quien la desvirgó y luego no quiso responder; según se cuenta, ella se acostó con Carlitos buscando en forma desesperada a un culpable para su himen roto y de paso a un padre para su hijo. Carlitos nos cantaría después que ella gritó mucho la primera vez que se acostó con él, pero que no botó sangre, Rubén lo tranquilizó diciéndole que no siempre sucedía así, que varias de las que desvirgó tampoco derramaron sangre y a otras ni siquiera les dolió. Ese Rubén siempre se salía con la suya, del barrio fueron pocas las que no cayeron redonditas en sus brazos, él fue también quien desvirgó a Juanita; la verdad es que lo envidiaba, mujeres a la lata es lo que necesitaba yo para no tener que pasar metido en el baño. 
Juanita era linda y tenía un cuerpo escultural, lástima que era muy alborotada, creo que del vecindario sólo faltaba yo para amarla. Sus pobres padres ignoraban la realidad y la cuidaban en exceso, si uno la visitaba enseguida colocaban reglas; que las sillas debían estar muy separadas, que por ningún motivo podían tocarse, y la madre o el hermano mayor se ubicaban cerca para estar pendientes de lo que sucedía, no se levantan hasta que el visitante no se marchaba. 
El sitio de mi encuentro con Juanita sería en el patio de la casa de Rubén, en horas de la noche. Era un patio muy grande y contaba con muchos árboles, en caso de que apareciera de improviso un intruso se contaba con el tiempo suficiente para escabullirse. El momento crucial llegó y desde que salí de mi casa iba tan erecto que caminaba con dificultad. Ella se presentó con una falda muy corta, sonriente me explicó que esa era su prenda preferida para esas situaciones, no había que quitársela, y como acudía sin pantaletas, sólo tenía que levantarla, así si se presentaba un imprevisto, nada más la bajaba y listo. Yo estaba tan excitado que mi miembro amenazaba con salirse del pantalón a la fuerza, destrozándolo. Ella me exigió el pago por adelantado, al recibirlo sonrió satisfecha y luego se acostó en el suelo, sobre una estera que Rubén gentilmente colocó para la ocasión, levantó su falda y abrió totalmente las piernas. Ver su velluda humanidad (así se acostumbraba antes) casi me provoca un paro cardíaco; entonces me dijo con un tono sugestivo: “Ven pronto, muñeco, no temas, soy toda tuya”. A toda prisa bajé mis pantalones y noté que sus ojos brillaron al conocer mi dimensión. No niego que me encontraba nervioso y hasta sentía un poco de vergüenza mirar su parte, ella lo intuyó y por eso dijo en tono casi arrullador: “Bebé, puedes mirar y tocar todo lo que quieras, pagaste por ello”. Aunque asentí no dejaba de temblar, sin embargo vencí los temores y me subí sobre ella, primero traté de besar su boca siguiendo los consejos de mis amigos, un buen preámbulo es una segura segunda cita, pero ella lo rechazó arguyendo: “Besos no, eso nada más lo hago con mi novio, pero puedes chupar los pezones”. Obedecí sin chistar y ella empezó a gemir, otra vez era algo parecido a lo de mi tía la epiléptica; entonces susurró: “Chúpame abajo, pronto”; quedé estático, Rubén no me había hablado sobre eso; Juanita insistió, balbuciendo: “Si lo haces te devuelvo mil pesos”, yo permanecí mudo e indeciso, ignoraba con qué me podría encontrar allá abajo, no estaba preparado ni tenía la mínima idea de cómo se hacía, por ello moví la cabeza con sutileza de lado a lado; Juanita no se dio por vencida: “Bueno, te devuelvo dos mil, ¡o hasta tres!, no me pidas más porque pienso comprar otra falda con lo que me quede”, volví a rechazarla (al contarle después sobre el episodio a Rubén recibí un fuerte regaño, a la mujer hay que complacerla en todo, encoñarla; desde allí me he convertido en un experto; ¡atentas, chicas!), Juanita, colocando cara de frustración, expresó: “¡Tonto!, ¡no te dejas enseñar, eso te hubiera facilitado las cosas; está bien, entra!”. Entonces busqué su orificio, pero cuando me aprestaba a empujar, me contuvo… “¡Detente, es más abajo!”, seguí sus indicaciones, pero volvió a exclamar: “¡Quieto! ¡Ahí tampoco, eso vale mucho más, busca un poco más arriba!”. Empecé a sudar, impaciente; ella se desesperó... “¡Dame eso, yo me encargo!”. Tomó mi miembro y lo introdujo en fracciones de segundo en su humedecida gruta; jamás lo olvidaré, ¡estaba dentro de una mujer!, ¡ya era un hombre hecho y derecho! Pero más tardé en penetrar que en terminar, de nada sirvieron las prácticas a solas. Ella se percató y gritó enojada: “¡¡Idiota, apenas me acomodaba!!”. Entonces me empujó, se levantó y salió como alma que lleva el Diablo directo al fondo del patio donde había un grifo; al menos la avena no me hizo quedar mal.