lunes, 4 de noviembre de 2013

SANTA RITA


Me despertaron los rayos de sol que entraban por los resquicios de la ventana. Él dormía a mi lado. Nada era capaz de hacerlo despertar, al parecer. Lo miré con apatía y me dio por envidiar aquella capacidad del muy cabrón. Después de desayunar entré en el estudio, desplegué el menú del programa y con un clic del botón derecho apareció la imagen en la pantalla: Santa Rita, aquella estampa de la abuela que encontré guardada en un libro. La mujercita de la frente perlada en sangre y la estaca hundida en el pecho tenía una expresión de dolor, pero clavaba sus ojos en mí como si yo le importara un cuerno y el mundo, poco más que un carajo. A los pocos minutos, la patrona de los imposibles había sido objeto de un milagro, en este caso, el del Photoshop que, con un par de pincelas, consiguió que su cutis resplandeciera de nuevo con la frescura de los quince años, al igual que la mirada, que hizo lucir verdosa con un extra de brillo. La estaca había terminado en la papelera de reciclaje y el pecho se intuía estupendo e intacto bajo las ropas.
—Quítame la toca y suéltame el pelo, anda. Y dame un toque de colorete hasta que me vuelva la sangre.—La Santa se miró el hábito.
Le guiñé un ojo. Y mientras elegía el tono que mejor le iba, pensé en las ganas tan enormes que tenía de echar un polvo de esos que no podría imaginar jamás una mártir. O sí. No tuve agallas para quitarle la cruz, pero añadí a la mano que la sujetaba un guante de terciopelo negro que cubrió su antebrazo hasta el codo. Luego guardé los cambios efectuados y me dirigí a la habitación. Él seguía allí… indolente bajo la sábana, sin soñar, seguro, lo que le esperaba. 

sábado, 26 de octubre de 2013

MI AMIGO EL DIABLO





Nunca entendí cómo diablos estaba yo allí, o más bien cómo caí exactamente por estos rumbos de Iztapalapa, aunque no era raro, ya pensándolo más detenidamente; siempre he tenido una extraña coincidencia para toparme con situaciones inverosímiles, cómicas. Por bocón, o por el simple cruce de un camino y otro.
La verdad, como que en ocasiones me acostumbraba y en otras como esta me punzaban la rabia e impotencia; ya eran las nueve de la noche yo seguía camina que camina, sin ver a nadie más a mi alrededor, quiero decir personas, casas, luces o cualquier cosa por el estilo; solo a lo lejos un gran refulgor amarillo, sin duda la ciudad. Las últimas gentes que se atravesaron en mi andar me habían dicho: "¡Ha! Mire, siga así derecho por esta avenida y como a 20 o 25 minutos se encontrara la avenida Iztapalapa, por ahí llegara a la Cárcel de Hombres y adelante como a otros 20 o 25 minutos está el metro de Santa Martha".
Ya llevaba como dos horas y nada, ni Ermita, ni Cárcel, ni menos aún metro y lo más raro del caso es que me sentía ascender, como si el terreno ya no fuera plano sino cuesta arriba; quise regresar pero no tenía mucho caso, otras veces lo he intentado y creo que fue peor; vi a lo lejos una torre metálica, de esas enormes que transportan energía eléctrica. "Vaya, al menos creo que si la sigo pronto llegare a un poblado ¡Bruum! ¡Qué frío siento! Caramba ya son las 9:35 ¡Chihuahua! Qué voy a decir en casa, con lo celosa que es la Martina. Pensará que me fui de loco, ya mero me va a creer que me perdí. Si ni yo mismo lo creo. Qué mala pata, por qué me pasan estas cosas a mí. En fin, ni modo".
 
Apreté con fuerza los veinte pesos guardados en los bolsillos del pantalón. ¡Cómo quisiera estar ya en mi camita, después de cenar, y un buen arrumaco con la Martina! Me quiere de reharto y yo a ella, solo que esta miseria nos ahoga, nos mata. Pobrecita, aún recuerdo el día que decidió irse a vivir conmigo, no hubo ni boda, ni fiesta, nada. Solo promesas, pero no se queja, no dice nada, al contrario parece feliz; contenta, como si poco le preocupara. Algún día, chaparrita, algún día te daré todo lo que te mereces.
 
"¡Chihuahua! No puede ser, hasta aquí llegan las dichosas torres Y ahora ¿por donde? ¡Chin! No queda otra otra que caminar y seguir caminando. Son ya las once en punto, cada vez me pesa más la mochila en el hombro; tengo hambre y definitivamente estoy subiendo. Un vientecillo frío alborota mis pelos tiesos, entra por mis poros y se anida en mi alma. Todavía hace unos minutos los ladridos de perros indicaban algo, ahorita ya ni eso".
 
Pequeños relámpagos cruzan mi cielo negro; si lo pienso bien tal vez me convenga subir hasta mero arriba; quién quita que desde allí ubique mejor la ciudad; sí, eso es, sin mejor alternativa acelero el paso; pequeños matorrales, árboles enanos van y vienen en un errático andar. Van a dar las doce. Detengo por un momento mi marcha. "¿Y si de plano mejor aquí me quedo?, quiero decir: paso la noche; total, ¿que me puede pasar...? Pero no ¿Y la Martina? Bien que la conozco, ha de estar bien preocupada, con lo que me quiere, si hasta ya ha de haber hablado al trabajo; pero quién le va a contestar si es tardísimo ¡No, no! Tengo que ir a casa, ha de estar bien afligida: No; si es tan capaz de ir a los hospitales. Tengo que ir ya. En cuanto vea un teléfono, aviso. Pero ¿a quién aviso? Cómo me hago bolas".
 
El vientecillo frío refresca el sudor que se asoma a mi piel, ya falta poco para llegar hasta merito arriba, pero mis pies se han cansado, ya no puedo dar ni un paso más. Algo llega a mi olfato, huelo a ceniza, a quemado Pero ¿hasta acá? Se hace más penetrante el olor a la leña quemada. No veo la lumbre, solo me guío por el olor a incienso perfumado, titubeo un poco cuando a pocos metros de mí vislumbro una fogatilla naranja; pequeñas lenguas de ese color se alzan al cielo en vano intento de alcanzarlo. Camino un poco más y me detengo abruptamente. Frente a la lumbrera, de espaldas a mí, la figura sentada de una persona se frota las manos, se inclina con más elasticidad al fuego interno. No hay nadie más, solo esa persona sentada. A su lado un morral o algo así descansaba; eso era todo, pensé en muchas posibilidades, bien podía caminar hacia los lados y rodear al sujeto, bien podía acercarme y pedir informes: Pero ¿ y si fuera un maleante, un drogadicto? ¿O, peor aún, un asesino? Miré hacia atrás. Solo obscuridad y frío. Miré el reloj: las dos de la mañana. Volvía a no tener alternativa, avancé hacia el personaje desconocido. No bien llegué hasta donde estaba, cuando lo escuché por primera vez:
—Acércate, Serafín. —Un frío maldito recorrió de pies a cabeza todo mi ser.
—¿Quién es usted?
—Te esperaba, Serafín. Siéntate, hace frío
—¿Quién es usted? —volví a preguntar. Ahora el hombre estaba a la izquierda, casi no se veía, casi estaba encogido. Por falta de luz aún más negro lo veía.
—Siéntate, Serafín. —Su voz fue de mandato, de orden, no pude negarme. Me senté en el suelo; las chispas brincoteaban indecisas. Mi pensamiento iba montado en el tiempo.
—Ya es tarde, ¿verdad, Serafín?
—Un poco, Señor... ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿En dónde estamos?
—Son muchas cosas, Serafín. Con paciencia, con mucha paciencia. – Pensé que si volvía a preguntar lo mismo, igual pasaría, no habría respuestas
—Serafín, tú estás aquí y lo demás solo son intrascendencias. El centro de las cosas está aquí en medio del fuego. Arriba, el infinito rodea lo que tu llamas mundo, ese mundo que gira de izquierda a derecha. Todos caminan por una vereda llena de accidentes, de caminos sinuosos; nunca rectos. Simples o complejos, de eso depende cada concepción que se desprenda del hombre. Inclusive hay personas que viven y mueren sin pisar y por tanto no dejan huella tras de sí. –Pensé en la Martina. ¿Qué estaría haciendo?.
—¡Toma! –Algo saco de su morral. Me lo dio y lo tomé. Automáticamente me lo lleve a la boca, lo probé, sin saber qué era, lo trague, sabía delicioso. Exquisito.
—¿Qué es?
—Serafín, solo cómetelo. Ten. –Me dio ahora una botellita pequeña; igual sin preguntar lo bebí. Un licor embriagante; al momento un delicado ardor llenó mi estomago. Ya nada me preocupó.
—Serafín, tú no eres un hombre ordinario. Eres único
—¿Por qué dice esas cosas, Señor?
—Serafín, solo estamos tú y yo, puedes hablarme con toda franqueza; yo no juzgo, no puedo juzgar, se me ha vedado todo intento por ser arbitro o ser juez.
—Usted parece una persona muy importante; muy seria.
—Serafín, solo porque sacié tu hambre y tu sed crees todo eso. ¿Qué dirías si te diera el futuro que tanto anhelas?
—Si le preguntara quién es ¿me lo diría?
—Serafín, las palabras son ropas que estorban, ¿entiendes?
—Cómo voy a entender, estoy perdido en la nada... Tan igual como usted.
—Serafín, te confundes, es lógico solo eres un hombre. Yo no me pierdo; sé en donde estoy y con quién hablo. Ahora hablo con Serafín Hernández: un hombre de treinta y cinco años, que desde hace dos vive sin casarse con Martina Juárez, siete años menor. Que desde entonces trabaja incansablemente; cada peso, cada centavo lo exprime, lo estira hasta no poder. Vive oprimido, viendo de lejos eso que anhela; eso que gusta, pero que nunca será suyo. A menos que suceda un milagro. ¿Crees en los milagros, Serafín?
—Me conoce bien, Señor.
—¿Te conoces tú, Serafín? ¿Te conoces? ¿Sabes de lo que eres capaz o de lo que no eres? Ahora soy yo el que hace muchas preguntas. Olvídalo.
—Señor, es tu fuego, pregúntame todo lo que quieras
—Serafín, ustedes los hombres me tienen por un ser horroroso, mezquino, cruel y tantas ideas más. Nada de lo que realmente soy.
—Yo que puedo decirle señor. Bien lo ha dicho: solo soy un simple hombre.
—Serafín para mí eres muy especial. Eres tan simple, tan sencillo, nada complicado. Tus preocupaciones son así de chiquitas; como el polvo que levanta el viento. No te ofendas amigo, al contrario, eres afortunado; tus decisiones solo te atañen a ti. La Humanidad esta a salvo de tu proceder. Eres tan inofensivo...
—No, Señor, no me ofende, tanta gente me ofende, que la verdad otra más que más da.
—Serafín, mi pobre Serafín; es cierto: eres tan sensible que cualquiera abusa de tu bondad, de esa alma buena que tienes dentro de ti. Las almas. ¿Cuánto crees que valga un alma, Serafín?
—No lo sé, Señor, ni siquiera sé si existen las almas
—Existen, Serafín, son el motor que mueve el mundo; el porqué de nuestro encuentro. La tradición de antiguo es que a cambio de un alma, puedo dar todo lo que me pidan ¿Crees tú eso, Serafín? ¿Lo crees?
—Si así fuera, Señor, sería un mundo maravilloso; lleno de felicidad, a gusto. Bonito, muy bonito.
—¿Por qué, Serafín? ¿Por qué dices que bonito?
—Señor, ¿qué cosa mejor pediría uno sino la completa felicidad de los demás?
—Eres bueno Serafín, no cabe duda, no me equivoqué contigo. ¿Pero dime, Serafín, qué quieres de mí?
—Señor, qué puedo pedir, cosas sin valor, nada importantes
—¿Te parece poco importante darle una mejor vida a tu mujer? ¿No te gustaría casarte con ella? Pero en verdad, con fiesta, vestidos, buena comida, buena bebida; con todos tus familiares y amigos ¿No te gustaría, Serafín?
—Señor, perdone si le parezco tonto pero nunca he tenido problemas por vivir así como vivo. No sé, casi toda la gente que conozco se contenta con lo que tiene
—Una cena opípara, ¿quieres, Serafín? Un pollo bien frito, unas papas doraditas, crujientes; un refresco frío de cola, de esos que pican tu garganta y tu panza. Para después juguetear con tu mujer, con esa linda mujer que tanto te quiere. Que tanto espera de ti, ¿no quisieras, Serafín?
—Ella me ama, no sé qué tanto. Pero me ama y yo a ella.
—Serafín, el amor es un lindo sentimiento humano, pero se acaba con el otoño de los años. ¿Te has puesto a pensar si ella se cansará de tanta pobreza y se marchará para siempre?
—Yo, Señor, qué puedo hacer. Ni yo estoy seguro de que lo que siento pueda ser duradero. No lo sé.
—Serafín, dentro de diez años, cuando tengas cuarenta y cinco exactamente, tendrás un estomago prominente, poco pelo de frente, tus pies seguirán oliendo tan desagradable como hasta hoy, tres niños te hostigaran con la misma cantaleta que tanto odiarás: Papá dame, papá dame, y tu frágil Martina será una vieja gorda, apestando a cebolla; será más celosa y puntillosa. Nada bueno hay en tu futuro, Serafín, nada bueno.
—Señor, ¿por qué me dice estas cosas? Nada cambiará, al contrario, ello me evita la pena de andar sin dirección como en este momento.
—Serafín, me sorprendes en verdad; sé que eres sincero, sin tacha de vanidad. Tu pretensión es vivir nada más. Solo que si tú quisieras tener más, yo te lo daría a cambio de algo que tú posees y yo no...
—Señor, te equivocas, no tengo nada, tú lo tienes todo. Tienes la lumbre, el pan, el vino. El tiempo. Todo lo tienes, Señor.
—Serafín, qué cosas dices; no eres sabio, tal vez un poco inteligente, pero no sabio. Eso es bueno, la sabiduría es falsa vanagloria para los sujetos que fingen demencia, locura senil de unos cuantos sobre muchos. Se hace tarde, Serafín, y créeme fue un placer el encontrarte, pocas personas guardan la compostura ante mis palabras y cuando de pedir se trata, piden cosas tan absurdas que terminan odiándose con mas fuerza, eso no es culpa mía. Los hombres lo aprenden de generación en generación. Mal de años, como para despedirme.
—¿Te vas, Señor?
—¡No! Te vas tú, Serafín. Te esperan en tu casa, una buena mujer que te ama, un futuro incierto. Mil peripecias antes de cruzar el umbral al que tu especie está condenada.
—¿Y tú, Señor, adónde irás?
—Serafín, te lo agradezco, el poder que poseo, mi poder, me hace el ser más solo que te puedas imaginar. Tu amistad me haría mucho bien.
—Señor, ¿yo qué soy? Simple criatura de un caos.
—Serafín, tienes razón. Sea así. Solo deseo que seas feliz con lo que tienes, nada más.
—Gracias, Señor.
—Observa bien, Serafín, cuando la última flama de esta fogata se extinga será como si nunca nos hubiéramos visto. Entre tantas cosas, tengo la facultad de jugar con el tiempo; no de alterarlo, solo de atrasar o adelantar a mi antojo. Camina hacia allá, hacia donde ibas al principio.
—¿Cómo sabré si se apaga la lumbrera, Señor?
—No te digo, eres muy observador. No importa, Serafín, de todos modos me has caído bien; me agrada encontrar gente como tú. Ya es el momento. Anda, ve de una buena vez.
Caminé hacia donde me indicó, cuando ya no percibí el humo de la lumbrera volví la vista hacia los restos donde pensé que aún estaría, pero ya no estaba. Empecé a caminar cuesta abajo, sin saber cómo di con la avenida Ermita Iztapalapa, más allá unas torres vigía me indicaban una señal: desbordado de muchedumbre el popular metro. Mire el reloj, marcaba las siete de la noche, en mi bolso aún tenía los veinte pesos, en mi paladar el sabroso manjar de un guiso y el amargo dulzor de un buen vino.
Llegaría temprano a estrechar a mi Martina, todo gracias a mi buen amigo el Diablo.

con la siempre ayuda de panchito, gracias.
©Mario Archundia

viernes, 25 de octubre de 2013

Hora punta

  Es hora punta en el Metro de Madrid. Espero el convoy en el andén lleno de gente. Ya se oye llegar, el tren está a punto de hacer su entrada. Algunos viajeros se acercan a la vía, preparándose para subir. Entre ellos, una mujer de mediana edad que lleva una gran bolsa de plástico, de las que se usan para la basura. Por un instante nos miramos y lo veo en sus ojos : ¡va a saltar! La sujeto con fuerza por el brazo.
—¡Espera! ¡No! ¡No!
Ella me mira con furia y forcejea.
—¡Déjame, déjame!
Un hombre me sujeta por el hombro.
—¿Qué hace? ¡Déjela!
Dos ancianas me miran con recelo y escapan como de un apestado subiendo al tren, que ya ha abierto las puertas. Suelto a la mujer, y ella se pierde en el vagón sin mirar atrás. El hombre que me sujetó me empuja y pasa a mi lado, con aire amenazador. Un joven me mira de soslayo y aconseja al subir:
—Con violencia no se arregla nada. Ya volverá.
Clavado en el andén vacío, veo al tren arrancar. Tras los cristales que se alejan noto el peso de algunas miradas, severas todavía. Me siento como si me hubieran linchado. Como un idiota.
 
  Un nuevo gentío se amontona a mi alrededor. Ninguno de ellos ha visto nada y me tranquilizo. Soy uno más. En pocos minutos llega el tren siguiente. Subo y busco un lugar a salvo de empujones. Casi todo el mundo juega con sus teléfonos móviles, sin prestar atención a los demás. Unos pocos leen el periódico; una mujer sostiene un libro abierto en la mano, creo que es una novela. Ya estamos llegando a la próxima estación, algunos se disponen a bajar. De pronto suena un golpe sordo y un grito de horror en el andén, que surge al unísono de la multitud que lo abarrota. Cuando el vagón se detiene y abre las puertas, una bolsa de plástico ha quedado en el suelo.
 
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013
 
 

domingo, 25 de agosto de 2013

Erika

 
 
Apoyado en la barra del chiringuito, tomaba unas cervezas con mi amigo Víctor. Nos divertíamos mirando el trote al que los caminantes se veían obligados para no quemarse los pies en la arena, abrasada al sol del mediodía. Había muchos turistas del norte de Europa, se distinguían fácilmente, rojos como gambas tras unos días en la playa. Las mujeres —inglesas, alemanas, holandesas...— ya no solían provocar el interés de antaño, cuando su soltura y desinhibición fue una novedad en este país. La mayoría de ellas, algo entradas en años y en carnes, lanzaban más miradas de las que recibían.

—Mira a ésas —me avisó Víctor, socarrón, señalando con un gesto de la cabeza.

Tres mujeres de mediana edad avanzaban por la arena, aún tibia cerca de la orilla, hacia donde nos encontrábamos. Unos pasos más adelante, el fuego en los pies las obligó al conocido baile. La más gruesa —parecía también la más joven— se reía divertida mientras sus pechos se bamboleaban dentro y fuera del minúsculo sujetador. Solté una carcajada y ella, ya bastante cerca, me miró con la picardía de una niña traviesa. Las tres corrieron hacia la sombra que ofrecía el toldo del chiringuito. Con alivio al pisar suelo fresco, recompusieron su aspecto antes de pedir unas bebidas. Estaba seguro de que no fue casual que la gorda se pusiera a mi lado. Noté a Víctor incómodo. De cerca descubrí detalles en los que antes no me había fijado: algunas estrías en el vientre, las axilas sin depilar al estilo de los países nórdicos... Pero sus redondeces me tenían encandilado. Inesperadamente sentí una fuerte erección, imposible de disimular en el bañador. Ella se dio cuenta. Al estirarse para alcanzar una servilleta de papel rozó con la pierna mi pene, más erecto que nunca. Tuve que concentrarme para no eyacular.

Una hora después nos duchábamos juntos en el apartamento que las tres mujeres habían alquilado. Ella chapurreaba:
—Los espanioles mucho calientes...
Después de desfogar mi excitación, yo no sabía qué decir, ni qué hacer. Pero no quería ser grosero, había sido amable y cariñosa.
—Eres muy dulce, Erika, fantástica.
Con los párpados entornados, sonrió y me dio un beso en el pecho.
—He de marcharme ya, entro a trabajar dentro de media hora. —Me excusé.
—¿No vacaciones, tú? —Al parecer había supuesto que yo sería un veraneante más.
—No, yo trabajo aquí, en el ayuntamiento —mentí.
—¿Nosotros vernos más tarde?, ¿mañana? Estaré dos semanas más en playa.
Me dio apuro negarme y nos citamos para el día siguiente, en el mismo sitio y hora. Ella entendería que no me presentara y, si por casualidad coincidiésemos de nuevo en cualquier parte, siempre podría aducir algún imprevisto y salvar la cara.

Por la tarde encontré a Víctor en el bar de costumbre. Se mofó nada más verme.
—Si me invitas a un trago no se lo contaré a nadie. —Y rió a carcajadas. —Está bien, un calentón es un calentón —dijo, comprensivo. Levantó su copa:— ¡Por las gordas cachondas!
—Vete a la mierda. —Empezaba a molestarme la guasa.
—Si hubieras esperado un poco, macho... Te perdiste lo mejor del verano, ¡qué tías! Antoñito, que no aprendes...
Nos miramos y nos echamos a reír.
—¡Por las gordas! —completé el brindis. —¡Y he quedado con ella para mañana! —dije como un chiste. Víctor lloraba de risa.

Al día siguiente me mantuve lejos del lugar de la cita. El recuerdo de Erika me provocaba sentimientos contradictorios: en parte me excitaba y en parte hacía que me sintiera avergonzado. Entre una cosa y otra, aquella mujer estuvo en mi cabeza toda la mañana. Después de pasar por la piscina y de deambular por el barrio de pescadores me encontré sin pensarlo caminando hacia el chiringuito. Era casi mediodía cuando llegué y pedí una cerveza. De Erika no había rastro pero pude distinguir cerca de la orilla a una de las acompañantes del día anterior tomando el sol junto a un hombre canoso.

Ya pasaba bastante de la hora convenida, yo había perdido la cuenta de las cañas tomadas y ella seguía sin aparecer. Bah, me decía a mí mismo, mejor que no venga, esa tía es un callo. Pero seguía inquieto y no dejaba de mirar a todos lados. Entonces la vi, caminando con un muchacho de mi edad. Se acercó mientras su acompañante la esperaba.
—Lo siento, carriño, pero él es lo más... —Y volvió a lucir su sonrisa de niña traviesa.

Me lanzó un beso volado cuando se alejaban.

©Fernando Hidalgo Cutillas 2013

miércoles, 1 de mayo de 2013

jueves, 7 de marzo de 2013

De viva voz

Os presentamos el primer vídeolibro de Letras entre Amigos: De viva voz

Índice:

Quercia - Lo que queda del día
Belén Garrido - Monedas de chocolate
Mario Archundia - Golpes, Guiso de gatos y Pesadillas infantiles
Ricardo Durán - Eclipse
Blanca Miosi - Estoy aquí
José García Montalbán - Asteriskas contra Obeliskas
Juan Antonio Marín - La fuente de los tres arcos
Luisa Méndez - Abrazo la vida
Fernando Hidalgo  - Cuentos conocidos

Esperamos que os guste.

jueves, 17 de enero de 2013

Bajo el tilo

      Hola, Julia. Aquí estoy otra vez. Deja que me siente, que me fatigan la cuesta y los años. Son bonitas estas flores, no sé quién te las habrá traído ni quiero saberlo, pero me gustan.
      De camino he pasado por el parque donde te conocí, ¿recuerdas? Claro que lo recuerdas, ¡cómo podrías olvidarlo...! Fue una tarde de septiembre, ya anochecía y tú estabas sentada en uno de los bancos, abanicándote con gracia. Te vi desde lejos, mucho antes de que tú me vieras, y me dije ¡vaya mujer! No sé cómo me atreví a sentarme a tu lado. ¿Me permite...? Me miraste con desdén. El banco es de todos, respondiste. Eso me gustó. No te rías, no; es la verdad. Bueno, ríe todo lo que quieras porque yo debía de parecer un pasmado, sin saber qué decir. Si hubieras leído mis pensamientos aún te reirías más. Hace calor... No, no hables del tiempo que es estúpido. ¿Está esperando a alguien, señorita? Lo más seguro que me hubieras respondido: "Y a usted qué le importa", o algo peor. Y entonces llegó el bendito niño con el balón y te golpeó en la espalda. ¿Le ha hecho daño? ¡Niño, deja ya de joder con la pelota! Y así empezamos.
      He visto el tilo en el que grabamos nuestros nombres. Aún están allí, donde nos prometimos amor eterno, siempre uno para el otro. Nada ni nadie podría separarnos. Tú no cumpliste pero yo sí. Ya ves que cada tarde acudo puntualmente a sentarme en la losa que te cubre. No hay más mujer en mi vida que tú, puedes estar segura.
      Hoy vengo disgustado porque hay máquinas trabajando en el parque, se ve que van a remozarlo. Ya han empezado a remover la placeta donde estaba nuestro banco y pronto levantarán los parterres que hay alrededor. Y también el tilo, seguro. Eso me duele, ¿a ti también? Y me preocupa. Me preocupa que al arrancarlo y excavar la tierra encuentren, allí donde lo enterré, el cuchillo todavía ensangrentado.
 

©Fernando Hidalgo Cutillas 2013